“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Habrá signos en el sol, la luna y las estrellas, y en la tierra angustia en las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedaran sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero, y se os eche encima de repente aquel día. Porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del hombre.” (Lc 21, 25-28. 34-36)
Por Redacción AJ. El texto del
Evangelio de Lucas que la Iglesia propone para este primer domingo de Adviento
con el que se inicia el año litúrgico, puede resultar extraño. Extraño e incluso
ajeno a nuestros intereses y preocupaciones diarias. Si lo leemos detenidamente en un esfuerzo por
comprenderlo mejor, es probable además que nos surjan
preguntas como éstas:
¿A qué viene tanta espectacularidad? ¿Por qué estos
signos tan extraordinarios?
¿Cómo conectar esta descripción de tonos catastrofistas y
amenazadores con la sencillez de la venida de Dios que celebramos en navidad y
a la que nos prepara el Adviento?
Detrás de estas
palabras puestas por Lucas en boca de Jesús, y que recogen también los
Evangelios de Marcos y Mateo, late una pregunta. Una inquietud que acompañará
permanentemente al pueblo de Israel, que acompañó a la iglesia de los primeros
siglos y que, en el fondo, acompaña a
cada creyente. Es la pregunta por el cumplimiento de la Promesa. ¿Vendrá el Salvador?, ¿realmente vendrá el anunciado por los
profetas?, ¿cuándo?, ¿lo reconoceremos? No son preguntas que
broten de la curiosidad, la extravagancia o la superficialidad, sino que toca
lo medular de la experiencia creyente: ¿Hay
algo en lo que creer, algo que aún está por venir, algo por lo que merezca la
pena esperar? O lo que es lo mismo: ¿Habrá
Alguien capaz de traer la liberación al mundo?
Pregunta que cobra
fuerza en los discípulos a medida que Jesús va revelando con su modo de vivir,
con sus palabras y sus gestos el Proyecto de Dios, su Padre. A medida que aparecen signos de acogida por parte de la gente
sencilla, los pobres, los enfermos, los pecadores, las mujeres… y signos de rechazo
por parte de los sabios y poderosos de su tiempo. A medida que él mismo y los
suyos empiezan a intuir que la cosa puede acabar mal y que, como muchos
profetas, Jesús puede ser aniquilado. En ese contexto y ante esa situación que
provoca miedo, tristeza, inseguridad y angustia a los discípulos, Jesús aborda
el tema de la segunda venida y
fortalece a sus discípulos en la certeza de que Dios no abandona nunca a su
pueblo.
El texto de Lucas
que estamos tratando de acercar a nuestras vidas, que aparece inmediatamente
antes del relato de la Pasión, se centra -como hemos dicho- en la segunda venida del Señor a la tierra. No
es una realidad irrelevante. Afirmamos en el Credo que “ha de venir a juzgar a
vivos y muertos”. Pero hemos de reconocer que estamos ante un tema que nos
queda lejos. Se nos hace más viva y dinamizadora la venida acontecida en Jesús,
el Verbo encarnado. Sin embargo, una y otra venidas nos hablan del Dios que vino y que vendrá. Y nos hablan,
sobre todo, del Dios que VIENE, que no cesa de venir, que
ininterrumpidamente viene al mundo y a nuestras vidas. Es el Dios siempre presente. Es ahí, en nuestro
PRESENTE, en el de la historia y en el nuestro personal, donde nos toca
reconocerlo y descubrir las señales, muchas veces desconcertantes, de su
presencia. A esto nos invita el Evangelio de este domingo.
Y esto ¿cómo?,
seguimos preguntándonos. Juan Martín Velasco dice que “Es indispensable
ejercitar el deseo de Dios porque lo que no se desea no se espera y lo que no
se espera no es reconocido cuando aparece” (Orar
para vivir, PPC). Avivar el deseo de que venga el Señor, ahí está la clave.
Avivar este deseo se hace plegaria en el Adviento: ¡VEN, SEÑOR JESÚS! ¡MARANA-THA!
Desear que venga el
Señor a nuestra tierra y ejercitarnos en ello será a la vez condición para
reconocerlo. En el texto del Evangelio con que iniciamos el Adviento, Jesús nos
señala tres acciones para ello.
1. LEVANTARNOS
Nuestro tiempo pide de los que deseamos
que el Señor venga: levantarnos, movernos,
ponernos en pie, salir de nuestra comodidad, de nuestras seguridades y nuestras
certezas para estar cerca de los que están tirados en las cunetas, de los “caídos”
del sistema, de los abandonados, los tristes, de los que no ven salida, de los han
perdido la esperanza… Estar junto a ellos compasivos y solidarios, como Él, se
convierte en señal de su presencia.
2. ESTAR DESPIERTOS
Nuestro tiempo pide de los que deseamos
que el Señor venga: estar despiertos
ante la realidad dura y compleja que nos rodea. “Con la mente y el corazón en
el momento presente” como decía San Pedro Poveda. Despiertos y vigilantes durante
el día y también durante la noche, atentos hasta percibir lo que tal vez otros
no alcancen a ver, siendo libres para mostrarlo y hablar de ello, con humildad
y sencillez… Este modo de mirar, como Él, se convierte en señal de su
presencia.
3. MANTENERNOS FIRMES
Nuestro tiempo pide de los que deseamos que
venga el Señor permanecer frente a Él, no huyendo de su lado. “Con los ojos
fijos en el Señor” mirándolo cara a cara, seguros de que de ahí nos llegará luz y fuerza
para emprender el camino. Este modo de orar, como Él, se convierte en señal de
su presencia.
Intentar vivir este adviento desde estas actitudes, acompañarnos
a vivirlas, compartir y contrastarnos sobre cómo las estamos viviendo, nos
ayudará a ver que se acerca nuestra
liberación y a alegrarnos por ello.
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