jueves, 29 de noviembre de 2012

Ejercitar el deseo de Dios


“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Habrá signos en el sol, la luna y las estrellas, y en la tierra angustia en las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedaran sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero, y se os eche encima de repente aquel día. Porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del hombre.” (Lc 21, 25-28. 34-36)

Por Redacción AJ. El texto del Evangelio de Lucas que la Iglesia propone para este primer domingo de Adviento con el que se inicia el año litúrgico, puede resultar extraño. Extraño e incluso ajeno a nuestros intereses y preocupaciones diarias. Si lo leemos detenidamente en un esfuerzo por comprenderlo mejor, es probable además que nos surjan preguntas como éstas:
¿A qué viene tanta espectacularidad? ¿Por qué estos signos tan extraordinarios?
¿Cómo conectar esta descripción de tonos catastrofistas y amenazadores con la sencillez de la venida de Dios que celebramos en navidad y a la que nos prepara el Adviento?
Detrás de estas palabras puestas por Lucas en boca de Jesús, y que recogen también los Evangelios de Marcos y Mateo, late una pregunta. Una inquietud que acompañará permanentemente al pueblo de Israel, que acompañó a la iglesia de los primeros siglos y que,  en el fondo, acompaña a cada creyente. Es la pregunta por el cumplimiento de la Promesa. ¿Vendrá el Salvador?, ¿realmente vendrá el anunciado por los profetas?, ¿cuándo?, ¿lo reconoceremos? No son preguntas que broten de la curiosidad, la extravagancia o la superficialidad, sino que toca lo medular de la experiencia creyente: ¿Hay algo en lo que creer, algo que aún está por venir, algo por lo que merezca la pena esperar? O lo que es lo mismo: ¿Habrá Alguien capaz de traer la liberación al mundo?
Pregunta que cobra fuerza en los discípulos a medida que Jesús va revelando con su modo de vivir, con sus palabras y sus gestos el Proyecto de Dios, su Padre. A medida que aparecen  signos de acogida por parte de la gente sencilla, los pobres, los enfermos, los pecadores, las mujeres… y signos de rechazo por parte de los sabios y poderosos de su tiempo. A medida que él mismo y los suyos empiezan a intuir que la cosa puede acabar mal y que, como muchos profetas, Jesús puede ser aniquilado. En ese contexto y ante esa situación que provoca miedo, tristeza, inseguridad y angustia a los discípulos, Jesús aborda el tema de la segunda venida y fortalece a sus discípulos en la certeza de que Dios no abandona nunca a su pueblo.
El texto de Lucas que estamos tratando de acercar a nuestras vidas, que aparece inmediatamente antes del relato de la Pasión, se centra -como hemos dicho- en la segunda venida del Señor a la tierra. No es una realidad irrelevante. Afirmamos en el Credo que “ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. Pero hemos de reconocer que estamos ante un tema que nos queda lejos. Se nos hace más viva y dinamizadora la venida acontecida en Jesús, el Verbo encarnado. Sin embargo, una y otra venidas nos hablan del Dios que vino y que vendrá. Y nos hablan, sobre todo, del Dios  que VIENE, que no cesa de venir, que ininterrumpidamente viene al mundo y a nuestras vidas. Es el Dios siempre presente. Es ahí, en nuestro PRESENTE, en el de la historia y en el nuestro personal, donde nos toca reconocerlo y descubrir las señales, muchas veces desconcertantes, de su presencia. A esto nos invita el Evangelio de este domingo.
Y esto ¿cómo?, seguimos preguntándonos. Juan Martín Velasco dice que “Es indispensable ejercitar el deseo de Dios porque lo que no se desea no se espera y lo que no se espera no es reconocido cuando aparece” (Orar para vivir, PPC). Avivar el deseo de que venga el Señor, ahí está la clave. Avivar este deseo se hace plegaria en el Adviento: ¡VEN, SEÑOR JESÚS!  ¡MARANA-THA!
Desear que venga el Señor a nuestra tierra y ejercitarnos en ello será a la vez condición para reconocerlo. En el texto del Evangelio con que iniciamos el Adviento, Jesús nos señala tres acciones para ello.
1.     LEVANTARNOS
Nuestro tiempo pide de los que deseamos que el Señor venga: levantarnos, movernos, ponernos en pie, salir de nuestra comodidad, de nuestras seguridades y nuestras certezas para estar cerca de los que están tirados en las cunetas, de los “caídos” del sistema, de los abandonados, los tristes, de los que no ven salida, de los han perdido la esperanza… Estar junto a ellos compasivos y solidarios, como Él, se convierte en señal de su presencia.  

2.     ESTAR DESPIERTOS
Nuestro tiempo pide de los que deseamos que el Señor venga: estar despiertos ante la realidad dura y compleja que nos rodea. “Con la mente y el corazón en el momento presente” como decía San Pedro Poveda. Despiertos y vigilantes durante el día y también durante la noche, atentos hasta percibir lo que tal vez otros no alcancen a ver, siendo libres para mostrarlo y hablar de ello, con humildad y sencillez… Este modo de mirar, como Él, se convierte en señal de su presencia.

3.     MANTENERNOS FIRMES
Nuestro tiempo pide de los que deseamos que venga el Señor permanecer frente a Él, no huyendo de su lado. “Con los ojos fijos en el Señor” mirándolo cara a cara,  seguros de que de ahí nos llegará luz y fuerza para emprender el camino. Este modo de orar, como Él, se convierte en señal de su presencia.
Intentar vivir este adviento desde estas actitudes, acompañarnos a vivirlas, compartir y contrastarnos sobre cómo las estamos viviendo, nos ayudará a ver que se acerca nuestra liberación y a alegrarnos por ello.

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