Por Francesc Tous. Hay cosas que
parecen escandalosamente evidentes. Hay otras, en cambio, que se presentan como
una enojosa maraña. Hay cosas que se nos aparecen diáfanas y cristalinas, y
otras que nos sumergen en un profundo desconcierto. Hay, pues, certitudes y
quebraderos de cabeza.
Si nos fijamos en
la actual crisis que nos afecta, que más que crisis económica, es una crisis
sistémica, hay cosas que parecen evidentes: la injusticia que supone que muchos
paguen la avaricia de unos pocos, la deshumanizada y deshumanizante autonomía
de estos seres sombríos que llamamos mercados (o mejor: su deshumanizado y
deshumanizante imperio), el dramático desajuste entre una economía globalizada
y una política localmente desubicada, la constatación de haber dejado que se
desarrollase un sistema que ya sólo sirve a su perverso instinto de
conservación. Pero una cosa es el diagnóstico y otra el tratamiento, y aunque
nos podamos equivocar también en lo primero, es en el resbaloso territorio de
la búsqueda y el desarrollo de las soluciones donde se empiezan a complicar las
cosas. Empezar haciendo, que decía Poveda; pero, ¿empezar haciendo qué?
Si nos trasladamos
a otros territorios las cosas son parecidas. En el mensaje
de cuaresma del papa aparecen afirmaciones con las que es fácil sintonizar,
como la que recogía hace poco Acit Joven en su muro del facebook (y en el twitter): “Lo que anima a la
corrección fraterna nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la
mueve es siempre el amor y la misericordia”. Esta sentencia se enmarca en una
reflexión sobre la caridad, entendida especialmente como la virtud que permite
conservar una mirada atenta y viva hacia el hermano, de interesarse por su
cuidado y por su bien, y que conlleva la responsabilidad de hacerse cargo y de
corregirlo cuando se aparte del camino del bien. En el seno de la comunidad
cristiana, la práctica de esta virtud se convierte en una dinámica de acogida
mutua y de cuidado recíproco. Hasta aquí no hay mucho que objetar al texto de
Benedicto XVI, pero me gustaría saber cuál es el referente que tiene en la
cabeza cuando dice: “Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud
de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se
adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos
acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen
el camino del bien”. Esta frase, por cierto, es la inmediatamente anterior a la
que he citado antes. De acuerdo, existe el bien y el mal, como el papa ha
escrito un poco antes. De acuerdo, hay que corregir al hermano y dejarse
corregir por él. De acuerdo, no hay que seguir la mentalidad común, que no
puede ser identificada con la verdad. Y todo esto mediante la corrección
fraterna y no la condena. Muy bien. Pero intentemos cargar todo esto de
referentes reales, de contenidos concretos, y todo se volverá mucho menos
evidente, y sobre todo, costará mucho más llegar a posturas consensuadas. ¿Las nociones
del bien y del mal que predica la Iglesia hoy son o continúan siendo adecuadas?,
¿Acaso no hay mentalidad común en la Iglesia, heredada de una inercia secular? Y
quizá lo más importante, ¿es que en la Iglesia observamos realmente un espíritu
de corrección fraterna y no de condena?
Cuando a los
cristianos se nos pregunta cuál es el núcleo de nuestra fe, simplemente solemos
responder: Jesucristo. No creo que haya otra respuesta posible. Todo está en
Jesucristo; nosotros mismos, nuestra vida, como dice San Pablo, está escondida
en Dios con Cristo. La vida de un creyente consiste en ir dando sentido a esta
palabra, en ir dotándola de un significado real y vivo. Y si pocos cristianos,
creo, estarían en desacuerdo en resumir así su fe, en cambio el consenso vuelve
a desaparecer si se trata de diseñar el proceso de construcción del referente
real de nuestra fe. Porque eso sí que es enmarañado, ahí sí que las evidencias
no abundan, y a cada cual le corresponde desenredar su madeja, como individuo y
como comunidad. Y porque todos tenemos la tentación de acortar el camino, de
limitar la expansión del Espíritu, y por tanto todos necesitamos la voz del
hermano que nos habla desde territorios que nos resultan ignotos y oscuros. Ya
hace unos cuantos años que Teilhard
de Chardin decía que la teología de su tiempo estaba escrita sobre la
visión del universo de cuatro mil años atrás, no sobre la del universo del
espacio ilimitado. Y sugería: “Tratemos de entender cómo habrá que modificar
los contornos visibles de Cristo para que su figura siga ahora como en otro
tiempo invadiéndolo todo, victoriosamente”. Y no hace tanto, Ken Wilber, el fundador de la
llamada teoría integral, se ha referido así a los místicos, incluido Jesucristo:
“Cada uno representa una forma de mañana, una forma de nuestro destino que está
por venir. Cada uno ha pasado por delante nuestro en la flecha del tiempo, como
siempre hicieron los genios, y aunque surgieron en nuestro pasado nos llaman
desde el futuro”. Quizá la Iglesia deba recuperar su voz profética, una voz que
hable más allá de sí misma y de sus certitudes, y que transporte algo de este
Cristo que nos llama desde el futuro. Un Cristo que resplandece en lo evidente
pero que necesita emerger poco a poco y secretamente de lo enmarañado.