Por la Comisión Permanente del “Foro de curas de
Madrid”, 13 de febrero de 2013, a propósito de la renuncia del
papa.
Nos alegra la dimisión del papa
por varias razones.
Nos alegramos por él mismo.
Porque una persona anciana y débil no tiene por qué seguir llevando sobre sus
hombros la gestión de una institución con cerca de dos mil millones de fieles.
Este gesto, extraordinario en la Iglesia católica, resulta normal en cualquier
otra agrupación humana. No obstante, es innegable que esta renuncia a la Silla
de Pedro, hecha libremente desde quien, como el pontífice de Roma, detenta un
poder absoluto en el mundo no puede carecer de significación y ejemplaridad.
Ojalá tomaran nota otros mandatarios que, por edad, mala gestión o corrupción,
se empeñan en seguir apegados a un poder que la sociedad mayoritariamente les
está cuestionando.
Pero nos alegra también esta decisión de Benedicto
XVI porque pensamos que es una buena noticia para la Iglesia misma y para el
ancho mundo en que vivimos. En la nueva era en la que estamos entrando, un
gesto como este no debería resultar indiferente. Y debería ser aprovechado por la
Iglesia como una ocasión propicia para mirar serenamente la trayectoria que ha
venido siguiendo en los últimos años que, a diferencia de lo ocurrido en otras
épocas, ha consistido en caminar en asuntos muy esenciales en dirección
contraria al proceso humanizador de la historia y tener valor para rectificar.
Como animadores de la fe en
nuestras comunidades, somos conscientes de que la institución eclesial está
atravesando una enorme crisis de credibilidad. Crisis que está debilitando muy
seriamente la misma plausibilidad de la fe cristiana. Esto nos lleva a pensar
que necesitamos volver a las fuentes del Evangelio y a la buena tradición para
recuperar aquella imagen de comunión en la diversidad que disfrutó durante el
primer milenio y que se propuso recuperar el Vaticano II en la Lumen Gentium. Creemos firmemente que ha llegado la hora de
superar la equivocada “eclesiología de la desigualdad” establecida a partir de
la Reforma Gregoriana y cuya sombra en cuestiones dogmáticas, éticas y
organizativas se ha venido alargando hasta nuestros días. Apoyada en la Palabra
y en el protagonismo del pueblo cristiano, es urgente volver a la dimensión
sinodal para hacer patentes la pluralidad de las iglesias locales y la
colegialidad de sus mismos representantes. Esto nos pondría en camino para
descubrir e intentar dar respuesta a los muchos desafíos internos que están
desvirtuando el mensaje de Jesús en el interior de la misma Iglesia. Es posible
y necesario volver a la “koinonía” o Iglesia de comunión en la diversidad. Y
esta es una ocasión propicia si el nuevo papa renuncia, entre otras cosas, a
ser jefe de la Iglesia y del Estado y asume su verdadera función de ser “siervo de los siervos de Dios” y “primum
inter pares”, entre los obispos.
Por otra parte, para ser fiel a
su verdadera identidad y recuperar una presencia significativa en el mundo de
hoy, pensamos que la Iglesia necesita hacer algunos cambios sustanciales.
Señalamos solo dos ámbitos en los que estos nos parecen más urgentes y
necesarios.
Sería deseable, en primer lugar,
aprovechar esta ocasión para decidirse a liberar el discurso excesivamente
repetitivo y esterilizante. El férreo control al que se le ha venido sometiendo
en los últimos tiempos, en servicio de la verdad dogmática, ha ido apagando
poco a poco la creatividad y la imaginación. La imposición, contra viento y
marea, del discurso único ha despreciado demasiado talento e impedido recibir
en calidad de igualdad en la Iglesia a sectores determinantes en la sociedad
civil como la mujer y los diferentes. Pocas instituciones disponen de una
capacidad de discurso tan rico y pocas saben despreciarlo tanto como lo ha
venido haciendo la Iglesia en los años del posconcilio.
Y, en segundo lugar, la Iglesia
debería recuperar el corazón. Ni los códigos de leyes, ni los mejores
catecismos tienen sentido si no se recupera el corazón. Y tenemos la impresión
de que, por el excesivo dirigismo y afán de controlarlo todo, la Iglesia ha
perdido la ternura y la compasión, la frescura y la cordialidad. Lo recordaba abiertamente el
Concilio Vaticano II –cuyo aniversario conmemoramos en estos días– cuando, al
inicio de la constitución Gaudium et Spes,
afirmaba: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a
la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”
(GS1). Este gesto del papa, del que nos felicitamos, debería ser aprovechado
por la Iglesia para hacerse más humana entre las personas y más preocupada por
la tierra que es fuente de todas las vidas. El servicio a este mundo, torturado y convulso, siguiendo el ejemplo
liberador de Jesús de Nazaret, debería ser capaz de invitar honestamente a recuperar la esperanza, a reducir las
desigualdades, a vencer las injusticias y a encargarse de las y los más
necesitados. Porque, según el mismo Jesús, «el que quiera ser el primero, debe
hacerse el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9.35).
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