Pasión de Jesús según san Lucas 22,14-23,56
Por
Redacción AJ. Los grandes maestros de
la espiritualidad cristiana siempre consideraron que los días de la Semana Santa, eran días de contemplación y silencio. Para acompañar al Señor.
Porque el
final de la vida terrena de Jesús, las circunstancias de su
muerte y resurrección constituyen un misterio tan
profundo e inabarcable para el corazón humano que la mejor palabra
es el silencio ante el propio dolor de Jesús que condensa, amplifica y da
sentido a todo nuestros sufrimientos.
Los pasos
de aquel niño de Nazaret, que miraba la
vida con ojos profundos y diferentes, fueron acercándole al final de su misión. Los gritos de alegría de la gente a su alrededor, aquella mañana de domingo en Jerusalén, le hablaban sin duda de la
certeza inconmovible que anidaba en su corazón desde hacía tanto tiempo: estaba haciendo la voluntad de su Padre. Y
tanta gente lo había escuchado, tanta gente lo
había seguido, lo había acogido, encontrado, amado... Nada de eso podía perderse. Aquel domingo, los ramos de olivo, entre los
que veía las sonrisas de la gente, le
hablaban de la vida sin límites que latía profunda a su alrededor. Ningún poder lograría acallarla: "Si estos
callan, gritarán las piedras".
Pero esa
misma certeza, lo llevaba también a la convicción de que llegaría el momento de pagar el
precio de sus decisiones. En una ocasión, había dicho: "¿De qué le sirve a nadie ganar todo el mundo si malogra su
vida?" No era una máxima aprendida. Sentía que era el dilema mayor de su existencia. Así lo había sentido en el desierto.
Renunciar al poder, al dinero, a la fuerza..., y elegir la pobreza, la
debilidad..., ¿el fracaso? Ahora se
encontraba en el umbral definitivo. Y, si quería ser fiel, debía cruzarlo.
Sin
embargo, estaban los amigos. Aquellos que "habían perseverado con él en sus pruebas",
aquellos a los que nunca podría abandonar. Deseaba
ardientemente estar con ellos, hablarles de lo que sentía, de lo que llevaba en el corazón desde hace tanto, deseaba recordar con ellos... Muchas
veces sentía el impulso de inclinarse
ante ellos, de lavarles los pies, de agradecerles... Nunca los dejaría solos. Estaría con ellos hasta el fin.
Cualquiera que lo hubiera conocido, sabría que estaría diciendo la verdad y que esa verdad era como un diamante:
fuerte, pura y luminosa. Por eso, sentir la traición lo derrumbó.
Sus pasos
lo llevaron al fin a aquella noche de tortura y de miedo. Lo precipitaron en
una espiral inesperada de odio y rencor... ¿Cuántos resortes había hecho saltar en el viejo
sistema de los grupos de poder para que estos respondieran con esa furia?
Contra un hombre solo. Porque la soledad lo volvía todo tan áspero que el cáliz que debía beber parecía estar lleno de polvo.
Así que se adentró en esa negrura, dispuesto a
entrar en la muerte con los ojos abiertos, sintiéndose habitado por todas las
muertes, por todos los fracasos, "como un hombre de dolores, acostumbrado
al sufrimiento. Ante quien se vuelve el rostro".
Y así, aquellos a quienes más quería en el mundo le negaron hasta el consuelo de sentirlos
cerca. Sin embargo, los perdonaba de corazón. Era tan duro vivir el
fracaso, tan difícil pasar de la certeza a la
incertidumbre..., tan horrible estar cerca de la muerte...
Sus pasos
lo tendieron en la cruz y su corazón se replegó en la oración más angustiosa que nunca habría podido imaginar.
Esperando contra toda esperanza, perdonando,
acogiendo hasta el final.
Cuando
llegó el último latido, sintió que su Padre lo abrazaba, lo estrechaba contra
su pecho. Era un niño otra vez y se
entregaba. En sus manos.
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