martes, 26 de marzo de 2013

El Señor me abrió el oído

Pasión de Jesús según san Lucas 22,14-23,56


Por Redacción AJ. Los grandes maestros de la espiritualidad cristiana siempre consideraron que los días de la Semana Santa, eran días de contemplación y silencio. Para acompañar al Señor.

Porque el final de la vida terrena de Jesús, las circunstancias de su muerte y resurrección constituyen un misterio tan profundo e inabarcable para el corazón humano que la mejor palabra es el silencio ante el propio dolor de Jesús que condensa, amplifica y da sentido a todo nuestros sufrimientos.

Los pasos de aquel niño de Nazaret, que miraba la vida con ojos profundos y diferentes, fueron acercándole al final de su misión. Los gritos de alegría de la gente a su alrededor, aquella mañana de domingo en Jerusalén, le hablaban sin duda de la certeza inconmovible que anidaba en su corazón desde hacía tanto tiempo: estaba haciendo la voluntad de su Padre. Y tanta gente lo había escuchado, tanta gente lo había seguido, lo había acogido, encontrado, amado... Nada de eso podía perderse. Aquel domingo, los ramos de olivo, entre los que veía las sonrisas de la gente, le hablaban de la vida sin límites que latía profunda a su alrededor. Ningún poder lograría acallarla: "Si estos callan, gritarán las piedras".

Pero esa misma certeza, lo llevaba también a la convicción de que llegaría el momento de pagar el precio de sus decisiones. En una ocasión, había dicho: "¿De qué le sirve a nadie ganar todo el mundo si malogra su vida?" No era una máxima aprendida. Sentía que era el dilema mayor de su existencia. Así lo había sentido en el desierto. Renunciar al poder, al dinero, a la fuerza..., y elegir la pobreza, la debilidad..., ¿el fracaso? Ahora se encontraba en el umbral definitivo. Y, si quería ser fiel, debía cruzarlo.

Sin embargo, estaban los amigos. Aquellos que "habían perseverado con él en sus pruebas", aquellos a los que nunca podría abandonar. Deseaba ardientemente estar con ellos, hablarles de lo que sentía, de lo que llevaba en el corazón desde hace tanto, deseaba recordar con ellos... Muchas veces sentía el impulso de inclinarse ante ellos, de lavarles los pies, de agradecerles... Nunca los dejaría solos. Estaría con ellos hasta el fin. Cualquiera que lo hubiera conocido, sabría que estaría diciendo la verdad y que esa verdad era como un diamante: fuerte, pura y luminosa. Por eso, sentir la traición lo derrumbó.

Sus pasos lo llevaron al fin a aquella noche de tortura y de miedo. Lo precipitaron en una espiral inesperada de odio y rencor... ¿Cuántos resortes había hecho saltar en el viejo sistema de los grupos de poder para que estos respondieran con esa furia? Contra un hombre solo. Porque la soledad lo volvía todo tan áspero que el cáliz que debía beber parecía estar lleno de polvo.

Así que se adentró en esa negrura, dispuesto a entrar en la muerte con los ojos abiertos, sintiéndose habitado por todas las muertes, por todos los fracasos, "como un hombre de dolores, acostumbrado al sufrimiento. Ante quien se vuelve el rostro".

Y así, aquellos a quienes más quería en el mundo le negaron hasta el consuelo de sentirlos cerca. Sin embargo, los perdonaba de corazón. Era tan duro vivir el fracaso, tan difícil pasar de la certeza a la incertidumbre..., tan horrible estar cerca de la muerte...

Sus pasos lo tendieron en la cruz y su corazón se replegó en la oración más angustiosa que nunca habría podido imaginar.   

Esperando contra toda esperanza, perdonando, acogiendo hasta el final.

Cuando llegó el último latido, sintió que su Padre lo abrazaba, lo estrechaba contra su pecho. Era un niño otra vez y se entregaba. En sus manos. 


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