sábado, 13 de marzo de 2010

El hijo pródigo

Por Redacción AJ. A este evangelio casi le sobra todo comentario: la parábola del hijo pródigo nos habla, nos implica y fácilmente nos sentimos concernidos por ella.
¿Qué decir de esta parábola? Que ahí está como invitación a “meterse en ella”.
No cuesta nada imaginar lo feísimo –por decir algo- que resulta que un hijo le diga a su padre “dame la parte que me toca” y que a continuación, “no muchos días después”, se vaya. Es un agravio en toda regla.
Pues bien, este hijo se va lejos, se va y derrocha, se va y vive perdidamente, se va y lo gasta todo. Repito que sobran comentarios: a estas alturas de la parábola cualquiera está pensando en el “elemento” que está hecho este hijo menor. Para rematar el cuadro, cuando ya no puede caer más bajo (“guarda cerdos” - un animal considerado impuro- , se muere de hambre y “le entran ganas de comer algarrobas”-la comida de los cerdos-) decide “ponerse en camino”. Va a pedir perdón, sí, pero uno no deja de pensar que menuda cara la de este hijo, y que a buenas horas… ¿o no?
O también uno puede sentirse identificado con este hijo menor, que se siente fatal y que casi no se atreve a volver, que se pone en camino con la esperanza puesta en que “algo” le dará su padre, aunque él no se lo merece (“ya no merezco llamarme hijo tuyo”).
La cosa es que el hijo se pone en camino y, de nuevo, la parábola sorprende: el padre lo ve “cuando todavía estaba lejos” (vamos, vamos… este padre… ¿es que encima le estaba esperando?)
Lo normal es pensar en un padre algo más digno: quietecito, gesto fruncido, regañina en los labios, y puede que dispuesto a perdonar, sí, pero dejando las cosas claritas. Pues resulta que no: “su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”. Y para colmo no es que no escuche la disculpa del hijo, sino que le pone el mejor traje, le pone un anillo en la mano, sandalias en los pies y ¡da una fiesta!: “celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. No hay juicio, sólo hay perdón sin palabras, alegría inmensa, acogida gratuita…el hijo está en casa, sin condiciones.
Entonces llega el hijo mayor. Y, lógicamente, cuando se entera de que la fiesta va por su hermano, se enfada; y, lógicamente también, no quiere entrar en la fiesta, ¡hasta ahí podía llegar la broma! El padre sale y lo quiere convencer de que entre, de que participe en el banquete. Pero, ¡ay!, ¿Quién puede comprender a este padre? El hijo mayor se siente, además, cargadito de razones. No le parece justo, no le parece justo: “cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tu bienes con malas artes, le matas el ternero cebado”.
Y el padre, vuelve a decirle a este hijo, esta vez con palabras, lo mismo que le ha dicho al otro con gestos: “tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo”. Y añade: “deberías alegrarte…”, que es tanto como decir “tu corazón se debería parecer al mío”.

Jesús, con un lenguaje sencillo, directo y plástico, nos habla de cómo es Dios, y nos habla también de nosotros: de cuánto nos cuesta a veces comprender que el amor de Dios está más allá de todos nuestros cálculos, de nuestros esquemas; nos hace caer en la cuenta de cuánto trabajo nos cuesta “aceptar la aceptación incondicional” del Amor (así con mayúsculas).
Creo que en todos nosotros hay un poco de ese hijo mayor o de ese hijo menor a quienes le cuesta comprender la bondad del padre y su misericordia entrañable…
No es extraño que un evangelio como éste acompañe nuestro camino de cuaresma, en el que queremos recordar que Jesús será entregado y morirá justamente por hacer transparente este amor de Dios que a muchos les resultó escandaloso.

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