Por Irene Gregorio. Ha pasado ya tiempo desde
que finalizó oficialmente la JMJ, y aún me sonrío al recordar aquellos
maravillosos días. No es difícil sentir que el Espíritu sigue presente, vivo
entre nosotros, en el mundo, como una llama que no se apaga y que sigue
prendiendo mechas allá por donde pasa.
Durante esos días vivimos
en Madrid algo muy especial. Jóvenes cristianos del mundo entero se reunieron
para celebrar, profesar, afianzar y renovar su fe. También hubo quien la
reencontró o la descubrió.
Cada persona, un caso;
cada persona, un mundo; pero todos con un único centro: Dios.
Algo tenía el ambiente.
Algo tenían todas aquellas sonrisas impresas en los rostros de quien te
encontrabas por la calle. Algo tenía el sinfín de actividades que había por Madrid,
todas ellas con fondo cristiano. Algo tenía el ir en metro y comenzar a hablar
con alguien totalmente desconocido y con quien sin embargo sentías que tenías
algo en común. Algo tenía aquella universalidad de las alabanzas que se
dirigían a Dios en cualquier rincón y a los que se unía gente de todo el mundo.
Algo tenía el gran número de peregrinos que circulaban por todo Madrid. Algo
tenía esa alegría incontenida, esos bailes, esas canciones.
Algo tenía... algo tenía
y ya lo encontré. Era el Espíritu. Ese Espíritu que nos impulsó, nos animó y
nos acompañó en estas Jornadas. El mismo que, al finalizar la JMJ, se metió en
nuestras maletas y bolsos; se metió en nuestros corazones y nos acompañó hasta
nuestros lugares de origen: a nuestros trabajos, colegios y grupos de amigos,
para desde allí repartirse por el mundo entero.
Esos días no se olvidan.
Son imposibles de olvidar. Demasiado intensos para que pasen de largo. El
Espíritu y el mensaje vive en nuestros corazones, y las amistades que hicimos,
afianzadas en Cristo, nos recuerdan que no estamos solos y que, firmes en la
fe, arraigados y edificados en Cristo, en su amor, es posible cambiar el mundo.
Sabemos que esto es sólo la punta del iceberg.
Hay algunos que nos
llaman locos. ¡Bendita locura!
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