Por Francesc Tous. Los lunes a las siete me suelo
acercar al Foyer du Dôme, la
residencia universitaria que la IT anima desde hace casi cincuenta años en
París. A pesar de estar a dos pasos de la estación de Montparnasse, rodeada de
restaurantes, crêperies bretonas, cines y teatros, el Foyer es un lugar
apacible y tranquilo, medio escondido en una pequeña calle que escapa al
bullicio de los bulevares. Los lunes a las siete hay oración.
La semana pasada un par de estudiantes del Foyer se habían
encargado de prepararla. Primera oración de adviento, así que la meditación
giraba en torno a la preparación de la llegada del Señor. Había algunas
residentes más, el equipo del Foyer, otras teresianas parisinas y algún que
otro allegado. Leímos la parábola de las diez chicas que salen a buscar al
esposo (Mt
25, 1-13). Al acabar surgieron reacciones y comentarios en relación al
sentido de la narración: ¿por qué esa dualidad entre las que entran y las que
se quedan fuera, por qué esas palabras tan duras al final —“os aseguro que no
sé quiénes sois”—? Alguien comentó que se identificaba con las chicas
adormecidas, que le parecía que era un gesto muy humano, y que si incluso las
que entran a la fiesta estaban dormidas, es que Dios se abre a todo el mundo. A
mí me hizo pensar en otra parábola, la de los talentos —de hecho, en el
evangelio de Mateo viene justo a continuación—, que acaba con otra frase
lapidaria: “Porque al que tiene, se le dará más y tendrá de sobra; pero al que
no tiene, hasta lo que tiene se le quitará” (Mt
25, 14-30). Es curioso observar que esta frase, sacada de contexto, podría
utilizarse como justificación del actual sistema económico neoliberal... Nada
más lejos de la realidad: leídas las parábolas una detrás de la otra, resulta
evidente que el evangelista ha compuesto los relatos con la intención de
desenmascarar una actitud que dificulta el encuentro místico: la pasividad, la
inacción, la lasitud, la inercia... Porque en estas parábolas, no es sólo Dios
quien se da y quien viene al encuentro del hombre, sino que se define como un
doble movimiento, ascendente y descendente: Dios que desciende como don y el
hombre —hoy sabemos que lo podemos concebir como máxima evolución de la
materia—, impulsado por su deseo de unidad, que “sube” a buscarlo desde su
propia capacidad creativa. El aceite que hay que renovar y los talentos que
tienen que dar fruto son dos bellísimas metáforas del rol activo del hombre en
la experiencia mística.
Vivir en un país extranjero, aunque sea vecino y por poco
tiempo, es una buena manera de mantener el espíritu despierto. Los actos a
priori más comunes se presentan llenos de novedades. Participar en la
eucaristía, por ejemplo. El simple hecho de que se celebre en una lengua
distinta ya alimenta un estado de mayor atención. Escuchar las lecturas y el
evangelio con sonoridades diferentes a las de siempre, incluso leídas por
personas diferentes a las de siempre, en sitios diferentes a los de siempre, al
menos a mí me ayuda a evitar que la mente empiece a divagar y se aleje de la
realidad. Pero si además uno tiene la suerte de encontrar una parroquia como Saint
Merry, en el corazón de la ciudad, es casi imposible que una eucaristía dominical
se convierta en algo rutinario. La misa del domingo a las once y cuarto está
animada por el Centro Pastoral Halles
Beaubourg, una comunidad muy activa que trata de convertir la iglesia en un
centro de acogida, de formación, de arte y
de encuentro interreligioso —¿os parece que casa bien con nuestro carisma? Pues
sí: una miembro de la AP, Claude Plettner, forma parte del equipo de pastoral—.
Hay un aspecto que revela muy claramente el espíritu de la comunidad: la
organización del espacio. La liturgia de la palabra se celebra en torno a una
tarima situada a la entrada del templo, provista de un par de atriles,
alrededor de la cual, en forma de semicírculo, se sitúa la comunidad. En
cambio, en la segunda parte de la celebración todo el mundo se desplaza hacia
la zona del coro, en medio del cual hay un altar donde se realiza la
consagración. De nuevo, el espacio de la eucaristía no queda partido en dos —la
zona de los celebrantes, la zona de los asistentes—, con lo que uno tiene la
sensación de participar de una manera mucho más plena en el desarrollo de la
celebración. Además, la liturgia de la palabra es siempre diferente: el orden
de las lecturas varía, el número de comentarios y la gente que los lee también;
nunca hay un sermón propiamente dicho del cura, sino diferentes propuestas de
lectura que normalmente salen de la reflexión de la comunidad en reuniones de
preparación. Otro elemento que marca la diferencia en Saint Merry es el
organista, que no se limita a acompañar los cantos: a menudo ofrece
verdaderos recitales de música contemporánea, sobre todo en momentos de
recogimiento como la comunión. La atmósfera del lugar es realmente especial.
En fin, para postres, el sábado pasado tuve la ocasión de
asistir a la celebración del centenario de la IT en París. Hubo un espacio para
“la memoria”, pero el acto se centró sobre todo en el “compromiso” con una mesa
redonda titulada “saisir les chances de l’aujourd’hui” —algo así como “cazar
las oportunidades de hoy”. En ella participaron Hugues Sibille, banquero
implicado en proyectos de banca ética, Arantxa Aguado, antigua directora de la
IT y especialista en educación, y Jacques Mérienne, cineasta, director de
teatro y... sacerdote de Saint Merry. Si en algún punto confluyeron sus
reflexiones fue en la necesidad de una “nueva síntesis humanista”, de recolocar
a la persona en el centro de la reflexión pedagógica, del sistema económico y
de la actividad artística. Vaya, de renovar el aceite y hacer trabajar nuestros
talentos, ¿no?.
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