Por Samuel Medina. Queda menos de una semana para
que se celebren elecciones generales. Llega el momento en el que nos piden que
nos decidamos: ¿Qué haremos con nuestro voto? ¿Votamos a la izquierda o votamos
a la derecha? Hasta hace bien poco, parecía que había poca alternativa. Por
suerte, los acontecimientos surgidos recientemente en nuestro país parecen
haber despertado una nueva alternativa que no obedece a una u otra doctrina. De
cara a las presentes elecciones, parece instaurarse (en el momento en que
escribo) con fuerza la iniciativa #aritmEtica20N, que tiene como primordial
objetivo debilitar el oligopolio del que PP y PSOE gozan.
En todo caso, votamos a aquellos
que creemos más acordes a nuestra ideología… Pero, ¿qué es lo que marca mi ideología?
¿Las actuaciones que los nuevos gobernantes tendrán ante la crisis? ¿La puesta
en marcha de unas u otras políticas sociales? ¿Aquellos que sean más
respetuosos con el medio ambiente? ¿Los que lleven a cabo una política exterior
más fuerte? No es fácil encontrar un partido con cuyo programa nos
identifiquemos al 100%. Para colmo, la mediocridad que predomina en la clase
política europea parece hacerse más patente que nunca en los últimos meses…
España es sólo el ejemplo más cercano que tenemos, pero nuestros vecinos (franceses,
italianos, griegos, alemanes, portugueses, etc) no parecen encontrarse en una
posición mucho más ventajosa.
No obstante, creo que la cuota de
responsabilidad que los políticos van teniendo en la actual situación de crisis
es menor de lo que era antes. La influencia casi omnipotente que antes tenían
ha ido pasando paulatinamente a los mercados, esos “entes sin rostro” a los que
se les culpa pero a los que no se les puede parar. El poder financiero ha sido
el que ha pasado a dictar (literalmente) lo que el poder político tiene que
hacer.
A pesar de que en muchos aspectos
derecha e izquierda se encuentren en polos opuestos, ambos parecen converger
bastante cuando se habla de política económica, a pesar de que, de cara a la
galería, traten de diferenciarse. Por tanto, las históricas ideologías de
derechas o de izquierdas pasan a un
segundo plano muy alejado en el momento actual. Ya no se trata de optar por una
u otra opción, sino por tomar una determinada a favor o en contra de las
políticas económicas neoliberales, puesto que éstas serán las que marquen el
resto de decisiones que atañen en nuestro país (véase la política de recortes
que se está imponiendo en Grecia, o la disminución del sueldo de los
funcionarios y congelación de pensiones a la que España se vio obligada). Es
entendible la desesperanza que inunda la sociedad, cimentada en la mediocre
clase política, y sostenida sobre la volatilidad económica.
¿Qué podemos hacer nosotros?
¿Cómo contagiar algo de esperanza a nuestro alrededor y transmitir que pese a
todo, otro mundo es posible? Los cristianos tenemos por suerte un programa con
acciones concretas donde aferrarnos, con medidas concretas a aplicar para
cambiar el mundo, para bajar el paraíso a la Tierra. En una época que puede ser
más parecida a la actual de lo que pensamos (Palestina se hallaba sumidos en
una gravísima crisis económica propiciada por la decadente ocupación romana y
el pueblo se encontraba con un vacío de valores y referentes a los que seguir),
Jesús revolucionó la sociedad con un discurso sencillo en apariencia y
extremadamente profundo y renovador de fondo: Las Bienaventuranzas.
Es difícil reparar en el impacto
que estas “Ocho locuras de Cristo”, como las define Martín Descalzo en su libro
“Vida y Misterio de Jesús de Nazaret” provocaron
en su época. Rompieron con todos los moldes que habían hasta la fecha, fueron extraordinariamente
revolucionarias, tanto en el plano moral como en el legal, en una época donde
las leyes teocráticas habían de cumplirse so pena de duros castigos. Hoy
constituyen la base de la sociedad democristiana, principios aceptados tanto
por creyentes como no creyentes. Sin embargo, nunca nadie había hablado antes
de enaltecer la pobreza como valor supremo, de ser manso y humilde ante la
violencia, de ser pacífico, limpio de corazón o perseguido por causas justas
como la clave para alcanzar la felicidad…
El fin último que todos los seres humanos perseguimos.
Hoy, veinte siglos después, son
fórmulas que hemos oído tantas veces, que se han vuelto insípidas,
sosas… Las damos por sabidas y las mentamos como un pasaje más… Hemos apagado
el fuego que Jesús nos encargó que propagáramos. Tendríamos, por ello, que
volver a descender a su fondo para entenderlas, detenernos para descubrir que,
en todo caso, “son palabras en las que se juega nuestro destino; palabras a
vida o muerte”, palabras que pueden hacer cambiar el mundo, ni más ni menos. Abarcan
todos los aspectos de la vida, del buen ciudadano, del buen cristiano... La solución
total de todos los males.
Tenemos un programa. Tenemos la
fórmula, y tenemos el referente. La aplicación de las mismas en la sociedad
provocaría un efecto transformador e imparable, que cambiaría el mundo tal y como
lo conocemos de pies a cabeza. Los resultados transformarían la vida de todos.
Es la ideología que nos define, la que seguimos y la única que puede
conducirnos hacia la verdadera felicidad, la que nunca se acaba… Sabemos que es
un programa difícil de cumplir. Probablemente los políticos seguirán siendo
igual de mediocres y la crisis igual de devastadora… Pero también es probable
que hayamos hecho mucho más por la historia de la humanidad de lo que pensamos…
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