viernes, 30 de septiembre de 2011

Somos el sueño de Dios

Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo esta parábola:
Había un hacendado que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se ausentó. Al llegar la vendimia, envió a sus criados a los labradores para recoger lso frutos. Pero los labradores agarraron a los criados, hirieron a uno, mataron a otro y al otro loapedrearon. De nuevo envió otros criados, en mayor número qu la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Finalmente les envió a su hujo, pensando: ‘A mi hijo lo respetarán’. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: ‘Este es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con la herencia’. Le echaron mano, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. ¿Qué os parece? Cuando vuela el dueño de la viñan, ¿qué hará con esos ladrones?
Le respondieron:
-Acabará de mala manera con esos malvados, y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo.
Jesús les dijo: ¿No habéis oído nunca en la Escrituras: ‘La piedra que desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular; esto es obra del Señor y es realmente admirable’? Por eso os digo que se os quitará el reino de Dios y se entregará a un pueblo que dé a su tiempo los frutos que al reino corresponden. (Mt 21, 33-43)
 Por redacción AJ. Mateo regoce en su evangelio tres parábolas relacionadas con la viña: la de los jornaleros sin entrañas (20, 1-16), la de los hijos enviados a trabajar a la viña (21, 28-32) y, por último la de los labradores homicidas que se nos ofrece en este domingo del inicio de octubre. Y es que Jesús buscaba recursos para hacerse entender. En un entorno meditarraneo como Israel, un país de viñas, hablar de los trabajos, cuidados, tiempos, los frutos… de éstas eran una buena referencia también para los sabios y entendidos. Ya el profeta Isaias, siglos antes, había acudido a la alegoría de la viña para describir el amor apasionado de Dios por su pueblo.
Nuestra parábola, aunque nos parezca inverosimil en el aspecto humano, tiene un profundo significado simbólico que no pasaba inadvertido para los contemporáneos de Jesús; y seguro que tampoco para nosotros, con alguna pista. Se descubre en ella una magnífica síntesis de la historia de Israel, el pueblo elegido y amado por Dios que desde siempre se dabate entre fidelidad-infidelidad, aceptación–rechazo, pecado–conversión; los labradores encarnan a los jefes del pueblo, los criados que el dueño envía son los profetas, la figura del dueño representa a Dios y su hijo es Jesucristo. Después de narrar la historia del Antiguo Testamento (vv. 33-36), Jesús narra su propia historia y la del reino (vv. 37-39.42). Una historia tejida de rechazos, negaciones y delitos.
Cuando Jesús compone esta parábola se inspira en el cántico de la viña de Isaias (5,1-7), pero la modifica radicalmente. Si para el profeta tras el desencanto manifiesto sólo cabe una determinación: "la dejaré arrasada", en el evangelio Dios no destruye la viña, es su plantación. Hay crisis y fracaso en la relación de Dios con su pueblo, pero de ese fracaso de Israel brota un nuevo proyecto: Dios confía su viña a un nuevo pueblo que la haga fructificar.
Nosotros, la Iglesia, somos ese nuevo pueblo, no meros continuadores de Israel. Hemos surgido de la sangre de aquel hijo que fue sacado de la viña y asesinado. Por eso “la piedra que desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular”. Y tenemos un sello de identidad: hacer realidad el sueño de Dios, hacer fructificar la obra que Él inició, que cuida, protege y mima.
Somos el sueño de Dios, somos la viña que ha merecido todos sus favores. Dios, enamorado de su viña, está dispuesto a todo para que nada la vuelva infecunda. Él está siempre de nuestra parte. Nos alimenta para que demos vida y nos convirtamos en vida. Incluso cuando dudemos de él, cuando vayamos a neustro aire, siempre, siempre, siempre estará dispuesto a volver a empezar.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Fe sin fronteras


Por Adriana Gil, militante de Acit Joven.

Como otros cientos y cientos de jóvenes procedentes de los lugares más insospechados del mundo, este verano tuve la oportunidad de asistir a las Jornadas Mundiales de la Juventud que, como sabréis, se celebraron en Madrid en la semana del 16 al 22 del pasado agosto. Y no solo eso, sino que también pude participar como voluntaria de la Institución Teresiana, acogiendo y acompañando a los peregrinos que se alojaban en el Instituto Véritas. Así que os podréis imaginar que las experiencias que allí vivimos han sido tan variadas y enriquecedoras que es muy difícil resumirlas en unos pocos párrafos. 

Todos los que hemos participado de un modo u otro en las JMJ hemos sido testigos de primera mano de las grandes diferencias entre culturas, costumbres, credos y lenguas. Bastaba simplemente con levantar la vista y dejarse deslumbrar por el colorido de las camisetas y banderas traídas de muy distintos países. Diferencias que, de vez en cuando, también jugaban alguna mala pasada a nivel organizativo, cuando más de un voluntario tuvo que chapurrear algún lenguaje inventado para hacerse entender. Diferencias que se escuchaban en las canciones en el transporte público: se podían oír en el Metro de Madrid cientos de idiomas, tal y como hablaban los discípulos en Pentecostés. Al final, aunque no se pudiera entender una sola palabra, todos acabábamos dando palmas o acompañando de algún modo, porque la música al fin y al cabo es un lenguaje universal. 


Lo bonito de todo esto es que durante la JMJ las diferencias no tuvieron ningún sentido. Porque la fe no es algo que se pueda vivir en solitario, como comprendimos esos días, sino que se enriquece con lo que aportan unos y otros. Más allá de todas esas diferencias había un sentimiento de unión del que todos fuimos testigos, y del que hicimos testigos a los que nos rodeaban. El sentimiento de unión nos llenaba, por ejemplo, cuando escuchábamos una saeta en el Vía Crucis del día 19.  Durante la oración en el Colegio Mayor Poveda cada mañana, cuando rezábamos el Padrenuestro en una amalgama de lenguas. O en el aeródromo de Cuatro Vientos en la Vigilia del sábado 20, cuando nos encontramos todos orando al unísono al mismo Dios.  O cuando, cogidos de las manos y con los ojos cerrados, los 400 jóvenes de los distintos movimientos juveniles IT de todo el mundo conseguimos bailar todos a una en el Auditorio de las Culturas en Los Negrales el día 17. 


Y es que, si tuviera que elegir, sin duda alguna me quedaría con todo lo vivido en Los Negrales. Allí tuvimos la oportunidad de conocer y compartir con gente de todos los lugares en los que la Institución se encuentra. Tuvimos presentes a cada uno de los países, a la gente que no pudo venir y  a los que colaboraron para que otros pudieran viajar hasta Madrid. Nos dimos a conocer, nos relacionamos, intercambiamos regalos, rezamos, cantamos y bailamos. El ambiente aquella tarde fue inigualable, y la experiencia, inolvidable. Y nos sentimos más unidos que nunca los unos a los otros. Como jóvenes, como Movimiento, como Institución, como Iglesia. 

Ese día en Los Negrales, en la Cripta, Pedro Poveda nos dedicaba unas palabras: «Tengo algo que decirte…». Y fue en uno de esos pequeños momentos cuando me di cuenta de la riqueza que supone formar parte, todos y cada uno de nosotros, tan distintos, de la misma Iglesia. Porque una vez más, todos salimos de allí habiendo recibido más de lo que habíamos dado; con ganas de decir al mundo «creo, por eso hablo»; con la ilusión de llevar nuestra fe por todos los rincones… Ya sabéis, la unión hace la fuerza. Y, como tantas veces resonó esos dias: somos jóvenes, todo lo podemos.