"En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme.»
Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
Por Redacción A.J. Tener lepra en tiempos de Jesús, suponía mucho más que sufrir una enfermedad más o menos grave (pues con este término se designaban muchas afecciones de la piel). La primera lectura de este domingo nos acerca al contexto de la mentalidad judía para comprender y contemplar con hondura el gesto de Jesús en el Evangelio:
“El Señor dijo a Moisés y a Aarón: «Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca la lepra, será llevado ante Aarón, el sacerdote, o cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un hombre con lepra: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza. El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: "¡Impuro, impuro!" Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.»”.
Las prescripciones del libro del Levítico ilustran bien la soledad (“vivirá solo”), la exclusión y la marginación (“tendrá su morada fuera del campamento”) que iban aparejadas a la enfermedad. Exclusión y marginación a la vez social y religiosa, pues en esta mentalidad, y dado que la enfermedad era interpretada como una maldición divina, un castigo o una consecuencia del pecado de la persona enferma, ser leproso era ser tenido también por pecador e impuro.
Así pues, el hombre que se acerca a Jesús no sólo se siente enfermo: está apartado, es un excluido, un rechazado de la sociedad. Hay todo un sistema social y religioso que lo condena a vivir en los márgenes, a ser considerado y considerarse maldito.
Su gesto de acercamiento a Jesús es expresivo de un atrevimiento lleno de confianza: “Señor, si quieres puedes limpiarme”. No suplica sólo curación, quiere sentirse limpio: limpio de la soledad, del abandono y la exclusión, de todo aquello que en él experimenta como manchado o sucio.
El evangelio nos dice que Jesús “sintió lástima”, y que esta compasión se materializa en un gesto fuerte: no rehúye el contacto con la piel de aquel hombre, alarga la mano y lo toca. Como otras veces, Jesús transgrede la Ley que, en nombre de Dios, margina y excluye, y con este gesto con el que traspasa la frontera de lo puro e impuro, declara que nada queda fuera del amor sanador y salvador de Dios: «Quiero: queda limpio».
Así, aquel hombre no sólo es curado de su enfermedad, sino que queda restablecido en su dignidad. Recupera su capacidad de reconocerse y ser reconocido por los demás. Por eso Jesús, aunque le pide silencio, le envía al sacerdote “para que conste” su reinclusión en la comunidad.
Sin embargo, a pesar de la llamada a la discreción, este hombre, sin necesidad de templo y sacerdotes, no puede dejar de anunciar la experiencia de liberación que ha tenido, convirtiéndose así en mediación para que otros se acerquen a Jesús.
El evangelio, este domingo, nos invita a preguntarnos por quiénes son hoy los “leprosos” de nuestra sociedad, quiénes viven hoy en los márgenes, quiénes son considerados “impuros” o “malditos”. Nos invita a caer en la cuenta de cuáles son hoy las “lepras” (políticas, sociales, ideológicas, culturales…) que marginan y excluyen, que condenan a la soledad, que consideramos imperdonables. Y nos cuestiona acerca de la calidad de nuestra compasión, de nuestra apertura y audacia para “tocar” la piel del otro, para dejarnos afectar, para correr el riesgo de traspasar las fronteras que impiden el encuentro con el mal visto y excluido.
Y, por último, el evangelio nos invita también a reconocer qué necesita, en nosotros, ser sanado y “tocado” por Jesús, y a presentarnos ante Él como este hombre del evangelio, desde la confianza en su amor y su acogida incondicionales.
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