Por Ximo Bosch. Ando yo con la manía últimamente de
revisar lo que digo. Me explico. Yo creo
que todos hemos experimentado la sensación, en alguna ocasión de especial aburrimiento,
de repetirnos una palabra cualquiera un número indefinido de veces,
preguntándonos por el origen de su significado. De repetir tanto una palabra
cualquiera, resulta que pierde su
significado y acaba pareciendo absurda y arbitraria.
No debería pasar algo así con la
oración, ¿no? Y es por eso que revisando los acontecimientos de estos días, que
no dejan de sucederse como una cascada de malas nuevas, me repito en mi oración
diaria la frase “danos hoy nuestro pan de cada día”. Y resulta que, de
repetirla, en lugar de perder significado, lo va ganando. Al principio, me
venía pareciendo un ruego, una súplica a un padre de algo que resulta propio de
su voluntad. Luego, viendo (insisto, los tiempos que corren), pasa a ser una
especie de reclamo; algo así como un “que pasa contigo, ¿nos vas a dar el pan o
qué?”. Finalmente, ese pan nuestro de cada día acaba por convertirse en un
susurro pidiendo fuerzas para hacer lo justo, lo necesario, para que todos y
cada uno de nuestros hermanos puedan ganarse el pan suyo/nuestro de cada día
con sus méritos, con sus esfuerzos, con sus sueños.
Y es
que el trabajo ha pasado de ser un medio para contribuir al bien común, a ser
una fuerza contabilizable en una cadena de sucesos, de ser un hecho
consustancial al género humano a ser una variable en la estadística y cotidiana
dictadura de los mercado, definitivamente el pan nuestro de cada día ya no se
obtiene con el esfuerzo de cada uno, sino con la benevolencia de los poderosos.
Esto es grave porque sitúa al trabajador, como siervo agradecido que no sabe
que el pan que come no se lo debe a la buena voluntad de otro más opulento,
sino que le corresponde por derecho.
Leyendo la próxima reforma laboral y
el acuerdo por el empleo (que ya han firmado los sindicatos mayoritarios), el
puesto de trabajo ha dejado de ser un derecho, para ser un privilegio que hay
que ganarse con buena conducta, bajo salario y alta productividad.
Y esto me lleva a pensar en mis
compañeros de trabajo de la enseñanza. ¿Se puede trasladar esta filosofía en la
que uno debe ganarse el pan por proximidad al empresario, al mundo de la
enseñanza y en concreto al mundo de la enseñanza en centros de ideario
católico? No debería ser así, ¿no?
Me viene a la imaginación una
situación esperpéntica. Imagino a los apóstoles repartiendo panes y peces
diciendo algo así como “¿Quieres pan? Pues apúntate al grupo de cantos, allí
junto al olivo. ¿Te apetece este pez? Uy, no, que tú no eres de los nuestros,
quita, quita. Hombre, yo quisiera darte de comer pero es que claro ¿tú, de qué
apóstol eres?, ¿dónde se te ha visto a ti practicando el culto?”
No hace mucho, tenía con un
compañero jesuita esta discusión. ¿Ha de estar el pan nuestro de cada día
supeditado a la identificación del trabajador con la posición del empresario?
En cualquier sector productivo diríamos que semejante afirmación es una
barbaridad. ¿Y en enseñanza? ¿Es posible la conciliación entre el derecho al
libre pensamiento y los fines de la institución que ampara la actividad?
No es una pregunta sencilla, ni
retórica. No tengo clara yo la respuesta. Pero sí tengo una seguridad cercana a
lo absoluto: es mucho más fácil responder a preguntas de este tipo si la
respuesta no depende de una sola persona. Es mucho mejor el consenso al que se
llega con el mayor número de personas implicadas. Mi convencimiento personal es
que los centros educativos que se construyen bajo la participación efectiva de
la comunidad educativa, tienen más posibilidad de acertar en su política
empresarial.
Pues eso, a seguir rezando, “perdona
nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden...” Jo, si
es que no me dejan descansar.
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