Por Rafael Nadal para La Vanguardia. Algunas personas
transmiten siempre buenas vibraciones y otras siempre contagian el mal rollo.
El periodista Arturo San Agustín lo comprobó en verano, cuando asistió a la
Jornada Mundial de la Juventud, que presidió en Madrid Benedicto XVI. Pensaba
encontrarse con un montón de hijos de papá almibarados y acabó atrapado por la
vitalidad entusiasta de un millón de jóvenes normales, muchos de ellos
trabajadores llegados desde países remotos. "Te sorprendían con cosas
sencillas: si una persona mayor tenía que cruzar la calle, la ayudaban; si
subía a un autobús, le cedían el asiento. Por unos días, la ciudad era amable y
te sentías seguro; parecía Nueva York al día siguiente del 11-S". San
Agustín, que es un anarquista conservador y un intelectual insobornable, lo ha
escrito en un libro sin prejuicios, que se acaba de traducir al inglés: Un
perro verde entre los jóvenes del Papa, la crónica sorprendente de aquella
semana en la que los jóvenes católicos transmitían buenas vibraciones y los que
protestaban contra el encuentro propagaban el mal rollo.
En Navidad, el fenómeno se radicaliza: algunas personas sólo
con su presencia ya contagian las ansias de vivir, y otras se empeñan en
amargarnos las fiestas repartiendo pesimismo y mala leche. Algunos
intelectuales y periodistas lideran, con indisimulada prepotencia moral, la
moda que sostiene que las fiestas son empalagosas, los buenos deseos son
blandos, la familia es inaguantable, los amigos son una lata y no hay quien
pueda digerir las comidas colectivas. En la intimidad, la mayoría sigue siendo
partidaria de las celebraciones, pero en la calle ganan terreno los que
empiezan a poner mala cara en el puente de la Purísima y no dejan de quejarse
hasta que se desmonta el último pesebre, pasada la Candelaria. Estoy
radicalmente en desacuerdo. Entiendo que hay gente que no tiene mucho que
celebrar. Respeto a aquellos que se sienten traicionados en sus convicciones
morales por los excesos materiales de la Navidad. Aplaudo a quienes hacen una
crítica ácida de las muchas hipocresías de estos días. Pero me cansa la burla
mediocre de los que necesitan mortificarse y torturar a los demás porque así
quedan más intelectuales.
Y me resulta especialmente extraño comprobar que los más
activos contra la Navidad son los que siempre reclaman más fiestas y más
celebraciones populares. Dicen que están en contra del consumismo, pero
acabarán reduciendo la Navidad a una serie de visitas a los grandes almacenes.
Hacen lo que pueden para vaciar de sentido la fiesta más trascendente, la más
espiritual, y la más simbólica del calendario, que también es la más arraigada,
la más sencilla y la más popular. Antes, estos personajes eran los malos del
cuento y eran presentados como odiosos, avaros, irritantes, malcarados,
violentos y déspotas. Eran el míster Scrooge de la Canción de Navidad de
Dickens; ahora los hemos convertido en los héroes de nuestros medios de
comunicación.
Dejo a un lado la dimensión religiosa de las fiestas, porque
quienes las viven desde la fe no dudan de su significado. Pero me cuesta
comprender el odio a la Navidad, incluso desde la más absoluta laicidad. Hace
años que no soy practicante, pero estos días no puedo evitar volver a la
iglesia y sentirme parte de un colectivo que entierra raíces poderosas en
siglos de repetición gestual, con diferentes grados de fe o simplemente de
costumbrismo. Generaciones enteras han repetido los mismos actos, las mismas
liturgias, los mismos ciclos naturales. Y supongo que eso es importante. Nunca
como en estos días me siento tan integrado en esta tierra y en esta comunidad
milenaria.
Este año, en nochebuena habíamos decidido buscar una misa
del gallo en los alrededores de Girona, y las primeras llamadas resultaron
desconcertantes: en Aiguaviva del Gironès no se celebraba; en Vilablareix,
tampoco; llamamos a Medinyà, porque tenemos buenos recuerdos de cuando allí
predicaba la voz poderosa de mosén Modest Prats: tampoco. Probamos en Sant
Daniel, porque algunas navidades nos habíamos acercado al monasterio, andando
por el camino que sigue el curso del río Galligants, pero ya hace un par de
años que la anularon. Acabamos en Sant Julià de Ramis y fue una buena decisión
porque, cuando entrábamos en la iglesia, un coro local cantó Les dotze van
tocant y el desconcierto se convirtió en una sorpresa agradable: mosén Sebastià
Aupí celebró una misa repleta de canciones tradicionales y de cuadros escénicos
de Els pastorets y, al final, en la calle, bebimos chocolate caliente junto a
un fuego espléndido.
Era una más de las misas que a aquella hora se repetían en
toda Catalunya, como expresión sencilla y poderosa de una fe popular, que
respeto y que querría mucho más visible. A menudo recrimino a mis amigos
practicantes que cuesta identificarles por su comportamiento ejemplar en el
trabajo o en la calle. Deberían confiar más en la fuerza de sus convicciones;
como aquella peregrina sevillana, joven y guapa, a la que un día de verano, en
Madrid, Arturo San Agustín preguntó por Jesús.
–¿Te gusta mi sonrisa?
–Sí, claro.
–Pues ese es Jesús.
Reconozco que cuesta de creer, pero como imagen es mil veces
más estimulante que la mala uva de los pedantes que se pasan el día criticando
la Navidad.
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