Por Francesc Tous. Empiezo con un par de
tópicos: ¡el tiempo vuela! ¡Ya se nos ha escapado otra Navidad! Es posible que
una buena manera de evaluar si alguien ha empezado a experimentar esto que
conocemos como Reino de los Cielos sea fijarse en la cantidad de veces que une
en una misma frase estas dos palabras: tiempo y escapar. Dicen
que los místicos y las grandes mentes iluminadas, sean de la tradición que
sean, han estado en un lugar en el que el tiempo ya no se escapa.
Justamente por eso son místicos: han traspasado la frontera que separa el
tiempo de la eternidad.
En mi caso tengo que reconocer que me cuesta escapar de
estos dos tópicos. Sí, el tiempo vuela, y cada período singular del calendario
se repite año tras año sin conseguir penetrar nunca su auténtica especificidad.
Es difícil abstraerse de la tentación de mirar atrás y lamentarse de lo que
podría haber sido y no fue, y de lo que se podría haber hecho y no se hizo. Y
de lo que podría haber sido esta Navidad, como la anterior, y no ha acabado de
ser. Y de convertir esta práctica en una rutina castrante.
Pero la vida desborda las estrecheces de
nuestras inercias vitales y de nuestros circuitos cerrados para que “el que
quiera entender, que entienda”. La vida nunca falla. Siempre nos pone
delante de nuestras narices justo lo que necesitamos. Decir esto no es lo mismo
que vivirlo con todas sus consecuencias, pero enunciarlo ya es un paso.
Escribiendo estas líneas me he dado cuenta de que esta Navidad he vivido algo
que nunca había vivido antes: entre Nochebuena y Reyes, he asistido a dos
entierros y un bautizo (de un niño que nació el último día del año). Más tópicos:
el sinsentido de la muerte y el misterio de la vida. Morir el día de Navidad
parece en sí mismo una paradoja, más aún cuando el dolor es doblemente agudo y
la soledad doblemente intensa. Y nacer el último día de un año como este, con
tantos malos augurios oscureciendo el futuro inmediato, algunos lo podrían
interpretar más bien como una mala jugada del destino que como un motivo de
esperanza.
Pero la vida (y quizá también la muerte) nunca se
equivoca. Y quizá esta afirmación no se desprenda de ningún análisis racional y
sólo se pueda entender cuando uno mira un pesebre (el de Belén, el de Barcelona
y el de donde sea) y percibe de pronto su unidad inquebrantable. Y quizá este
sea otro tópico más, el último de esta entrada, pero es que la vida, como Jesús,
es muy insistente (y persistente). Y si hoy yo lo uso y lo reescribo (después
de que millones de veces me haya sonado hueco y repetitivo) es quizá porque el
tiempo es menos secuencial de lo que generalmente nos invita a creer. Y quizá
tenía razón aquel escritor que decía: “el pasado no está muerto; ni tan
siquiera es pasado”. Y si el pasado no es pasado, ¿cómo se nos puede
escapar el tiempo?.
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