"Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:«Paz a vosotros.»Por Redacción AJ. Este domingo concluye litúrgicamente el tiempo de Pascua. A partir del lunes comienza lo que llamamos el “tiempo ordinario”, o sea el tiempo común, ese que transcurre a veces de forma rutinaria y monótona, donde los acontecimientos cotidianos son más o menos previsibles… El tiempo de todos los días. Sin embargo, el lunes viene después del domingo, del domingo de Pentecostés, la fiesta del Espíritu. Una fiesta para re-cordar, re-actualizar, re-vivir aquella experiencia que tuvieron los seguidores de Jesús después de los trágicos acontecimientos que le llevaron a la muerte. Es fácil imaginar que, junto a la tristeza por la muerte de Jesús, junto al miedo por lo que a ellos les podía pasar, vivirían la sensación de que el programa de Jesús había fracasado. Posiblemente también se sentirían solos: Jesús, el maestro, el amigo, a quien habían seguido, aquél por el que se habían sentido seducidos, no sólo ya no estaba con ellos, sino que había sido rechazado por muchos, condenado y finalmente colgado en una cruz. Un fracaso en toda regla. La tristeza, el miedo y el desánimo son fáciles de imaginar a partir de la frase con que comienza el evangelio de este domingo:
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»" (Jn 20, 19-23)
Sin embargo, así nos lo cuenta el libro de los Hechos, llegó el Espíritu. El Espíritu de Jesús. Las imágenes –“unas lenguas, como llamaradas, que se repartían posándose encima de cada uno”- nos evocan con qué tiene que ver el Espíritu: llegó como fuego, como fuego que calienta y que da vida, como luz que alumbra la oscuridad. El Espíritu fue un regalo. Un don. El Espíritu de Jesús llegó sobre cada uno, sobre todos. Y a aquellos que estaban encerrados se les llenó el corazón de paz y de alegría. Ya no tenían miedo porque aquella paz y aquella alegría no venía de ellos mismos, sino del Espíritu de Jesús, del Espíritu de Dios. Él hizo de aquellos hombres y mujeres, comunidad de testigos. Los convirtió en Iglesia. Hasta hoy.
“Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos.”
Y es que el domingo de Pentecostés no terminó en Jerusalén: el Espíritu de Dios sigue vivo y presente en nosotros, entre nosotros, dentro de nosotros. Nos sigue haciendo Iglesia, nos sigue convirtiendo en comunidad. Su acción sigue siendo una acción renovadora: nos da ojos nuevos para ver, manos nuevas para hacer, corazón nuevo para amar… Sólo hace falta abrirse –como aquel domingo del s.I- al don, al regalo.
Por eso hoy, la Iglesia recuerda especialmente aquel domingo y nos recuerda esta presencia del Espíritu que desde entonces no nos ha faltado ni nos faltará.
Por el Espíritu podemos vivir desde la confianza y la esperanza. No se trata de ser ingenuos ni bobalicones ¿hay dificultades? Sí, claro ¿Hay sombras? Sí, claro ¿Hay dolor e injusticia?... pero podemos vivir desde la confianza y desde la esperanza gracias al Espíritu que nos abre las puertas, los ojos, las manos y el corazón… Que nos hace salir de los cuartos oscuros. Que nos envía al tiempo ordinario, sabiendo que es tiempo de gracia: el tiempo de todos los días - para quien tienen ojos, manos y corazón nuevos- es siempre tiempo para vivir, descubrir y comprometerse con la misericordia, la compasión, la justicia, el amor. Tiempo para descubrir, a veces en lo pequeño, que nuestro tiempo, es tiempo de Dios.
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