“Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo porque vuestra recompensa será grande en el cielo…".
Por Redacción AJ. Todos queremos ser felices, y ese deseo “vende”: la felicidad es algo que se nos promete de mil maneras. Sólo basta encender un ratito la tele para asistir a una cascada de anuncios-promesas de felicidad: que si tal coche, que si tal crema, que si tal banco, que si usar tal o cual perfume… Es frecuente asociar la felicidad al éxito, a la satisfacción de nuestras (múltiples) necesidades, a la buena imagen, al poder, al bienestar, al dinero. Para ser felices –nos dicen, y, a veces nos decimos- es necesario triunfar, estar del lado de los que ganan, de los que cuentan, de los que se hacen oír…
Menudo contraste cuando leemos este evangelio, en el que Jesús también habla de ser felices de un modo que, de entrada, descoloca por lo original, por el contraste, y también por la hondura. Jesús habla de la vida desde otro lugar, desde otras claves.
Las Bienaventuranzas son como un resumen del programa de Jesús. En ellas, se anuncia la felicidad que Dios trae. Sorprendentemente, Jesús no se dirige a los buenos (esto hubiera sido lo lógico) ni a los que más son o tienen (esto hubiera sido esperable). Se dirige, en primer lugar, a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran, a los que son perseguidos… En tiempos de Jesús, todos ellos no eran una entelequia: tenían rostros concretos, eran hombres y mujeres reales (y en la nuestra también).
A ellos justamente Jesús les anuncia felicidad: Dios quiere reinar entre ellos, y el Reino trae cambios: no habrá hambre, habrá risas, habrá vida plena. ¿Y por qué a ellos? Como tantas otras veces, Jesús presenta a un Dios que “descoloca”: lo que cuenta para Dios no son los méritos (lo buenos que somos), ni el puesto que ocupamos (lo importantes que somos). Lo que cuenta entra en otra lógica: la lógica del amor entrañable que quiere la bienaventuranza para quienes más la necesitan… justamente por eso, porque son los que más la necesitan.
A los que no cuentan, a los que no son famosos ni son ricos, a los que sufren la injusticia, a los que son mal vistos y sufren marginación… a todos ellos Jesús les anuncia que Dios está de su parte. No puede ser de otra manera: el Dios de Jesús es un Dios que es Padre, que es Amor… y el amor nunca es imparcial.
El texto de este domingo, además, tiene una segunda parte que nos suele costar trabajo “encajar”: los “ayes” de Jesús (¡Ay de vosotros los ricos!, ¡Ay de vosotros los que estáis saciados!...). No es que Jesús amenace en plan revanchista, no, esas “malaventuranzas” son una consecuencia de lo anterior, una advertencia lógica: a los ricos, a los que viven en su burbuja de satisfacción no les alcanza la felicidad. Y no porque el Reino no se ofrezca a todos, sino porque, una vez ofrecido incondicionalmente, hay que "abrirse" a él, hay que arriesgarse a "soltar"...
Y este Reino de Dios que Jesús anuncia no es “para la otra vida". Basta leer el Evangelio para ver cómo Jesús lo va haciendo presente. Por eso decimos que el Reino está “ya-pero-todavía-no” entre nosotros. Todavía no del todo porque el Reino al que apuntan las Bienaventuranzas alcanzará su plenitud al final, esa es la esperanza cristiana. Pero está ya presente. Lo vamos construyendo ahí donde los cristianos nos apuntamos a este programa de Jesús: cuando nuestras opciones, nuestros gestos y nuestra palabra contribuyen a desenmascarar las felicidades que son falsas porque no son para todos, ahí donde nos apuntamos a señalar que Dios no es imparcial ante la injusticia y la exclusión, ahí donde nos atrevemos a ensayar “otro modo” de ser felices…
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