Por J. A. Pagola para Eclesalia. El símbolo de Jesús como pastor
bueno produce hoy en algunos cristianos cierto fastidio. No queremos ser
tratados como ovejas de un rebaño. No necesitamos a nadie que gobierne y
controle nuestra vida. Queremos ser respetados. No necesitamos de ningún
pastor.
No sentían así los primeros
cristianos. La figura de Jesús buen pastor se convirtió muy pronto en la imagen
más querida de Jesús. Ya en las catacumbas de Roma se le representa cargando
sobre sus hombros a la oveja perdida. Nadie está pensando en Jesús como un
pastor autoritario dedicado a vigilar y controlar a sus seguidores, sino como
un pastor bueno que cuida de ellas.
El “pastor bueno” se preocupa de
sus ovejas. Es su primer rasgo. No las abandona nunca. No las olvida. Vive
pendiente de ellas. Está siempre atento a las más débiles o enfermas. No es
como el pastor mercenario que, cuando ve algún peligro, huye para salvar su
vida abandonando al rebaño. No le importan las ovejas.
Jesús había dejado un recuerdo
imborrable. Los relatos evangélicos lo describen preocupado por los enfermos,
los marginados, los pequeños, los más indefensos y olvidados, los más perdidos.
No parece preocuparse de sí mismo. Siempre se le ve pensando en los demás. Le
importan sobre todo los más desvalidos.
Pero hay algo más. “El pastor
bueno da la vida por sus ovejas”. Es el segundo rasgo. Hasta cinco veces repite
el evangelio de Juan este lenguaje. El amor de Jesús a la gente no tiene
límites. Ama a los demás más que a sí mismo. Ama a todos con amor de buen
pastor que no huye ante el peligro sino que da su vida por salvar al rebaño.
Por eso, la imagen de Jesús,
“pastor bueno”, se convirtió muy pronto en un mensaje de consuelo y confianza
para sus seguidores. Los cristianos aprendieron a dirigirse a Jesús con
palabras tomadas del salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque
camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo… Tu bondad y tu
misericordia me acompañan todos los días de mi vida”.
Los cristianos vivimos con
frecuencia una relación bastante pobre con Jesús. Necesitamos conocer una
experiencia más viva y entrañable. No creemos que él cuida de nosotros. Se nos
olvida que podemos acudir a él cuando nos sentimos cansados y sin fuerzas o
perdidos y desorientados.
Una Iglesia formada por
cristianos que se relacionan con un Jesús mal conocido, confesado solo de manera
doctrinal, un Jesús lejano cuya voz no se escucha bien en las comunidades…,
corre el riesgo de olvidar a su Pastor. Pero, ¿quién cuidará a la Iglesia si no
es su Pastor? (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus
artículos, indicando su procedencia).
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