Por Redacción AJ. Hace ya muchos años el papa Pablo VI dijo que la Iglesia entera necesita vivir en un continuo Pentecostés y quizá este momento histórico pone aún más de relieve la necesidad que tenemos de suplicar: ¡Ven Espíritu y renuévanos por dentro, transfórmanos y transforma las estructuras sociales y económicas, sigue suscitando jóvenes y mayores que sean capaces de indignarse y comprometerse en la transformación de la historia injusta e insolidaria en una nueva creación, alienta las «semillas del Reino» que dan testimonio de ti en medio de tantas mujeres y varones en búsqueda!
Este domingo el evangelio nos presenta la donación del Espíritu de una manera bellísima que nos recuerda al comienzo del Génesis, cuando Dios, creando al ser humano, “insufló su aliento de vida” en él (cf. Gen 2,7). Estando reunidos los discípulos después de la muerte de Jesús, el Resucitado se hace presente en medio de su miedo y de su estar todavía centrados en sí mismos/as y les dice: “Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo…” (Jn 20,22).
No se puede, sin embargo, leer este pasaje sin ponerlo en estrecha relación con otro del evangelio de Juan, en concreto, Jn 19,30, donde se narra la muerte de Jesús y se dice “inclinando el cabeza, entregó el Espíritu”. En la teología del cuarto evangelio, la donación del Espíritu queda vinculada, por tanto, a dos acontecimientos centrales y estrechamente vinculados: la muerte y la resurrección de Jesús. Es decir, es a partir del momento en el que Jesús ha entregado todo su amor hasta el extremo, cuando el Espíritu se nos regala como compañero de camino que permanecerá con los creyentes cada día y siempre. Él será guía y consolador, y quien ha de recordarnos todo lo de Jesús y enseñarnos todo.
Al regalarnos su Espíritu, Cristo nos invita a beber el agua viva que brota de sus entrañas (Jn 7,38-39), porque ahora, con la muerte y resurrección de Jesús, ya se nos ha revelado la plenitud del amor y se nos ha dado por completo. Del costado atravesado, del que fluyen sangre y agua, surge y se nutre la vida y comunión de la comunidad eclesial, porque son sus entrañas de amor las que se nos entregan. De sus entrañas brotan torrentes de vida (cf. Jn 7,38-39) que nos reúnen como familia de hermanas/os, pro-vocados a vivir en la propia carne la experiencia de la Pascua, la experiencia de entregar la vida cada día por amor, como pan partido y sangre derramada. Por lo tanto, la Iglesia tiene su origen en el amor regalado de Dios; vive de ese amor consintiendo cada día a él, agradeciéndolo, y expresándolo como comunión fraterna que es originada, nutrida y vivificada por el Espíritu.
Ahora ya están sus discípulos/as –también nosotros- en condiciones de comprender toda la verdad, esa que desde el principio del Evangelio se les había anunciado, pero que ellos no acababan de comprender: “Aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” (Jn 14,20). Hasta este momento, nos ha venido diciendo el evangelio, que los discípulos y discípulas de Jesús no podían “soportar” la plenitud de su amor (Jn 16,12). Parece algo extraño y, sin embargo, no lo es. El amor como entrega completa de la vida, como gratuidad que se ofrece una y otra vez sin condiciones y siempre, el hecho de que muriendo se vive, o dándose se enriquece, o que el abajamiento es la clave de la comunión… son paradojas que seguramente si entramos un poco en nuestro interior nos damos cuenta de que también a nosotros/as nos cuesta entender y más aún vivir en las relaciones y actuaciones de cada día.
De hecho, dice el evangelio que los discípulos estaban encerrados y con mucho miedo. Aún estaban lejos de Jesús y de su Buena Noticia. Pero entonces, el Resucitado (que no es sino el Crucificado: “les mostró las manos y el costado”, (Jn 20,20) se presenta en medio de ellos y les dona el Espíritu. Ahora el Espíritu ya no está sólo “junto a” ellos, sino “en” ellos (cf. Jn 14,17). A partir de este momento, permanecerá en sus corazones y les recordará la Palabra de Vida de Jesús. Habitando en lo más profundo de su ser, abre para cada creyente a una vida relacional, que no puede entenderse sino referida siempre a Dios, de quien se recibe la existencia, y cuya presencia/ausencia se deja sentir en personas y comunidades creyentes de tantas maneras.
El Espíritu habita en el interior de cada uno/a y quien se abre a su presencia vive una experiencia de plenitud que se comunica en su manera de relacionarse, de amar, de comprometerse, de ser, en definitiva. El regalo del Espíritu que habita en nuestro interior, nos da la posibilidad de reconocerle en todas las cosas y en nosotros mismos, algo que de otra manera es del todo imposible. Y cuando esta experiencia acontece, nuestro ser adquiere consistencia, se reconoce en su hermosura y dignidad, aprecia y valora la huella de Dios en él, el germen incorruptible que nos habita (Sab 12,1), el valor intangible de toda vida humana en la “desnudez de su rostro”, porque todos y todas somos imagen de Dios (Gen 1,27), nos embarga de alegría y de asombro, que nos hace arrodillarnos y adorar al Dios que tanto nos ama.
El evangelio de este domingo incide, además, en un fruto de la vida en el Espíritu: la paz. ¡Cuántas resonancias bíblicas y cómo se entrelazan con las aspiraciones, deseos, esperanzas, luces y sombras de los hombres y mujeres de hoy!
Ya desde el Antiguo Testamento, la paz, el shalom hebreo, significa una vida integrada e integradora, una experiencia de estar en armonía con uno mismo/a, con quienes se vive y con toda la creación, con Dios. El Resucitado llega hasta sus discípulos y discípulas regalándoles una paz que produce en ellos además una gran alegría. La paz del Resucitado hace posible una armonía que ensancha en el ser humano la capacidad de confiar, de amar y de esperar, que nos estructura como personas. Es decir la vida en el Espíritu consiste en dejar que la gracia, el amor de Dios, actúe en nosotras/os todas sus posibilidades y también todas sus exigencias.
La vida en el Espíritu supone una nueva forma de existencia que lleva a recrear la mirada y la capacidad de escuchar y de amar, de establecer relaciones sanas y sanadoras con quienes se nos regala hacer el camino de la vida, de ofrecerse y regalarse gratuitamente, de abrirse a la alteridad sin miedo y sin prejuicios.
La vida en el Espíritu implica ahondar y ensanchar la capacidad de trenzar la esperanza tejiendo los hilos de la historia con los hilos de Dios, sabiendo articular paciencia y resistencia, transformación radical y cotidianidad secuencial, búsqueda humilde y compartida, palabra y silencio, sufrimiento y posibilidad siempre abierta, miradas que traspasan los horizontes y construcción colectiva.
Y significa finalmente crecer en confianza, desarrollar la capacidad de vivirse con la seguridad de saberse sostenido y alentado al crecimiento, seguro del amor incondicional que lleva a establecer un vínculo decisivo con Dios y con los demás hombres y mujeres, como hermanos en el Hermano. La gracia hará posible el despliegue de la confianza en uno/a mismo/a, en los otros/as y en el mundo, en el sentido que tiene toda vida. El Espíritu que nos habita “nos ensancha”, alarga todas nuestras posibilidades llevándolas a plenitud, hasta participar de la vida misma de Dios.
Y el fruto de todo ello es la alegría que llena el corazón, que es capaz de fortalecerse en medio de las circunstancias adversas, que se expande porque tiene la certeza de que el Espíritu es luz y fuerza que dinamiza desde dentro con la fuerza de su amor.
Este domingo el evangelio nos presenta la donación del Espíritu de una manera bellísima que nos recuerda al comienzo del Génesis, cuando Dios, creando al ser humano, “insufló su aliento de vida” en él (cf. Gen 2,7). Estando reunidos los discípulos después de la muerte de Jesús, el Resucitado se hace presente en medio de su miedo y de su estar todavía centrados en sí mismos/as y les dice: “Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo…” (Jn 20,22).
No se puede, sin embargo, leer este pasaje sin ponerlo en estrecha relación con otro del evangelio de Juan, en concreto, Jn 19,30, donde se narra la muerte de Jesús y se dice “inclinando el cabeza, entregó el Espíritu”. En la teología del cuarto evangelio, la donación del Espíritu queda vinculada, por tanto, a dos acontecimientos centrales y estrechamente vinculados: la muerte y la resurrección de Jesús. Es decir, es a partir del momento en el que Jesús ha entregado todo su amor hasta el extremo, cuando el Espíritu se nos regala como compañero de camino que permanecerá con los creyentes cada día y siempre. Él será guía y consolador, y quien ha de recordarnos todo lo de Jesús y enseñarnos todo.
Al regalarnos su Espíritu, Cristo nos invita a beber el agua viva que brota de sus entrañas (Jn 7,38-39), porque ahora, con la muerte y resurrección de Jesús, ya se nos ha revelado la plenitud del amor y se nos ha dado por completo. Del costado atravesado, del que fluyen sangre y agua, surge y se nutre la vida y comunión de la comunidad eclesial, porque son sus entrañas de amor las que se nos entregan. De sus entrañas brotan torrentes de vida (cf. Jn 7,38-39) que nos reúnen como familia de hermanas/os, pro-vocados a vivir en la propia carne la experiencia de la Pascua, la experiencia de entregar la vida cada día por amor, como pan partido y sangre derramada. Por lo tanto, la Iglesia tiene su origen en el amor regalado de Dios; vive de ese amor consintiendo cada día a él, agradeciéndolo, y expresándolo como comunión fraterna que es originada, nutrida y vivificada por el Espíritu.
Ahora ya están sus discípulos/as –también nosotros- en condiciones de comprender toda la verdad, esa que desde el principio del Evangelio se les había anunciado, pero que ellos no acababan de comprender: “Aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” (Jn 14,20). Hasta este momento, nos ha venido diciendo el evangelio, que los discípulos y discípulas de Jesús no podían “soportar” la plenitud de su amor (Jn 16,12). Parece algo extraño y, sin embargo, no lo es. El amor como entrega completa de la vida, como gratuidad que se ofrece una y otra vez sin condiciones y siempre, el hecho de que muriendo se vive, o dándose se enriquece, o que el abajamiento es la clave de la comunión… son paradojas que seguramente si entramos un poco en nuestro interior nos damos cuenta de que también a nosotros/as nos cuesta entender y más aún vivir en las relaciones y actuaciones de cada día.
De hecho, dice el evangelio que los discípulos estaban encerrados y con mucho miedo. Aún estaban lejos de Jesús y de su Buena Noticia. Pero entonces, el Resucitado (que no es sino el Crucificado: “les mostró las manos y el costado”, (Jn 20,20) se presenta en medio de ellos y les dona el Espíritu. Ahora el Espíritu ya no está sólo “junto a” ellos, sino “en” ellos (cf. Jn 14,17). A partir de este momento, permanecerá en sus corazones y les recordará la Palabra de Vida de Jesús. Habitando en lo más profundo de su ser, abre para cada creyente a una vida relacional, que no puede entenderse sino referida siempre a Dios, de quien se recibe la existencia, y cuya presencia/ausencia se deja sentir en personas y comunidades creyentes de tantas maneras.
El Espíritu habita en el interior de cada uno/a y quien se abre a su presencia vive una experiencia de plenitud que se comunica en su manera de relacionarse, de amar, de comprometerse, de ser, en definitiva. El regalo del Espíritu que habita en nuestro interior, nos da la posibilidad de reconocerle en todas las cosas y en nosotros mismos, algo que de otra manera es del todo imposible. Y cuando esta experiencia acontece, nuestro ser adquiere consistencia, se reconoce en su hermosura y dignidad, aprecia y valora la huella de Dios en él, el germen incorruptible que nos habita (Sab 12,1), el valor intangible de toda vida humana en la “desnudez de su rostro”, porque todos y todas somos imagen de Dios (Gen 1,27), nos embarga de alegría y de asombro, que nos hace arrodillarnos y adorar al Dios que tanto nos ama.
El evangelio de este domingo incide, además, en un fruto de la vida en el Espíritu: la paz. ¡Cuántas resonancias bíblicas y cómo se entrelazan con las aspiraciones, deseos, esperanzas, luces y sombras de los hombres y mujeres de hoy!
Ya desde el Antiguo Testamento, la paz, el shalom hebreo, significa una vida integrada e integradora, una experiencia de estar en armonía con uno mismo/a, con quienes se vive y con toda la creación, con Dios. El Resucitado llega hasta sus discípulos y discípulas regalándoles una paz que produce en ellos además una gran alegría. La paz del Resucitado hace posible una armonía que ensancha en el ser humano la capacidad de confiar, de amar y de esperar, que nos estructura como personas. Es decir la vida en el Espíritu consiste en dejar que la gracia, el amor de Dios, actúe en nosotras/os todas sus posibilidades y también todas sus exigencias.
La vida en el Espíritu supone una nueva forma de existencia que lleva a recrear la mirada y la capacidad de escuchar y de amar, de establecer relaciones sanas y sanadoras con quienes se nos regala hacer el camino de la vida, de ofrecerse y regalarse gratuitamente, de abrirse a la alteridad sin miedo y sin prejuicios.
La vida en el Espíritu implica ahondar y ensanchar la capacidad de trenzar la esperanza tejiendo los hilos de la historia con los hilos de Dios, sabiendo articular paciencia y resistencia, transformación radical y cotidianidad secuencial, búsqueda humilde y compartida, palabra y silencio, sufrimiento y posibilidad siempre abierta, miradas que traspasan los horizontes y construcción colectiva.
Y significa finalmente crecer en confianza, desarrollar la capacidad de vivirse con la seguridad de saberse sostenido y alentado al crecimiento, seguro del amor incondicional que lleva a establecer un vínculo decisivo con Dios y con los demás hombres y mujeres, como hermanos en el Hermano. La gracia hará posible el despliegue de la confianza en uno/a mismo/a, en los otros/as y en el mundo, en el sentido que tiene toda vida. El Espíritu que nos habita “nos ensancha”, alarga todas nuestras posibilidades llevándolas a plenitud, hasta participar de la vida misma de Dios.
Y el fruto de todo ello es la alegría que llena el corazón, que es capaz de fortalecerse en medio de las circunstancias adversas, que se expande porque tiene la certeza de que el Espíritu es luz y fuerza que dinamiza desde dentro con la fuerza de su amor.
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