Por Pablo Sánchez, militante de Acit Joven. La Cruz de los Jóvenes que el Papa Juan Pablo II nos regaló para "llevarla por el mundo como un símbolo del amor de Cristo a la humanidad, y anunciar a todos que sólo en la muerte y resurrección de Cristo podemos encontrar salvación y redención” ha visitado mi ciudad, Linares, en su recorrido por todo el país antes de la JMJ que se celebrará en Madrid en agosto. He tenido la oportunidad de participar en esta acogida como representante del reducido grupo de AJ de mi ciudad.
Hoy, sólo una cosa se me ha aparecido completamente real. Tras los ornamentados estandartes de las cofradías, tras la elaborada casulla del Obispo, tras las jaculatorias a la Virgen y a los santos, la humilde cruz de madera llevada por manos jóvenes, manos como las mías, me ha hecho darme cuenta de que en lo sencillo es donde mejor vemos a Dios. Yo hoy lo he visto en los rasguños de la madera, en los bordes gastados y el barniz descolorido, en la inscripción de la placa de bronce que, tras pasar por manos todo el mundo, aparece ennegrecida. Se me ha aparecido en el rostro reflexivo y estoico de la Virgen bizantina con el Niño que acompaña a la cruz. En lo pequeño, en lo escondido, en lo sencillo, es ahí donde Dios se me revela de una manera asombrosamente evidente.
En la Eucaristía, la monición de entrada preparada por la IT, recordaba a Pedro Poveda, santo que "en lo escondido de una vida cotidiana, siguió al Señor con amor, esforzándose en ser fiel en lo pequeño, en lo invisible a los ojos humanos, pero visible a los ojos de Dios". Estas palabras, que casi memoricé la tarde anterior para que mi lengua no fuera por un camino diferente a aquello que había de leer, han resonado en mí con fuerza mientras seguía a la cruz rodeado de jóvenes, adolescentes y niños.
Deseé que todos los que allí nos encontrábamos, que todos aquellos que han recibido estos días la Cruz en sus ciudades y todos los que la recibirán estos meses supiéramos realmente lo que entraña el hecho de que sea una cruz tan sencilla, casi austera. Que no hacen falta ni oro ni incienso, ni mantos bordados ni flores para que Él se haga presente. Y yo lo he visto en un arañazo y un barniz desvaído. Qué poco hace falta para sentirse cerca de Dios.
Hoy, sólo una cosa se me ha aparecido completamente real. Tras los ornamentados estandartes de las cofradías, tras la elaborada casulla del Obispo, tras las jaculatorias a la Virgen y a los santos, la humilde cruz de madera llevada por manos jóvenes, manos como las mías, me ha hecho darme cuenta de que en lo sencillo es donde mejor vemos a Dios. Yo hoy lo he visto en los rasguños de la madera, en los bordes gastados y el barniz descolorido, en la inscripción de la placa de bronce que, tras pasar por manos todo el mundo, aparece ennegrecida. Se me ha aparecido en el rostro reflexivo y estoico de la Virgen bizantina con el Niño que acompaña a la cruz. En lo pequeño, en lo escondido, en lo sencillo, es ahí donde Dios se me revela de una manera asombrosamente evidente.
En la Eucaristía, la monición de entrada preparada por la IT, recordaba a Pedro Poveda, santo que "en lo escondido de una vida cotidiana, siguió al Señor con amor, esforzándose en ser fiel en lo pequeño, en lo invisible a los ojos humanos, pero visible a los ojos de Dios". Estas palabras, que casi memoricé la tarde anterior para que mi lengua no fuera por un camino diferente a aquello que había de leer, han resonado en mí con fuerza mientras seguía a la cruz rodeado de jóvenes, adolescentes y niños.
Deseé que todos los que allí nos encontrábamos, que todos aquellos que han recibido estos días la Cruz en sus ciudades y todos los que la recibirán estos meses supiéramos realmente lo que entraña el hecho de que sea una cruz tan sencilla, casi austera. Que no hacen falta ni oro ni incienso, ni mantos bordados ni flores para que Él se haga presente. Y yo lo he visto en un arañazo y un barniz desvaído. Qué poco hace falta para sentirse cerca de Dios.
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