viernes, 10 de diciembre de 2010

...viene en persona y os salvará

Las lecturas de la liturgia de este domingo coinciden en el mensaje: nos hablan de la esperanza. Nos dicen que merece la pena tener esperanza.

¿En qué? ¿En quién?

Con Isaías, la esperanza se hace ancha de miras y profunda de contenido. No se trata de esperar en la suerte, ni se trata de poner la esperanza en tener más cosas –o personas-, tampoco en ser más (más famoso, más popular, más excelente…) El profeta nos invita a mirar a Dios para descubrir qué es lo que podemos esperar: “Mirad a Dios… viene en persona y os salvará”. Cuando Isaías habla de esperanza, está hablando de algo tan hondo y tan radical como la salvación.

En el evangelio, Juan manda a algunos de los suyos a preguntar a Jesús “¿eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Juan se pregunta si Jesús será realmente el esperado, el que colmará y cumplirá esa esperanza de la que había hablado el profeta y también él mismo.
Y Jesús, lejos de dar un discurso acerca de su identidad, invita a que le cuenten a Juan lo que están viendo y oyendo, porque la salvación se está haciendo presente en lo que Él dice y hace: la salvación se abre camino venciendo todo aquello que impide a los hombres y mujeres ser plenamente humanos, plenamente libres, felices, reconciliados, la salvación tiene el rostro de proximidad de Dios con quienes que están al margen de la sociedad, una salvación que no tiene que ver con una actitud justiciera –como algunos esperaban- sino con la misericordia entrañable y sanadora.

Así pues, en este tercer domingo de adviento, la Iglesia nos invita a recordar que en Jesús, al que seguimos y en quien esperamos, la salvación es ya desde ahora – y un día lo será plenamente- una realidad.

Sería bueno que, a propósito de estas lecturas, nos preguntáramos por nuestras esperanzas: ¿Cuáles son nuestras expectativas? ¿Qué desea nuestro corazón?

No son preguntas teóricas: aquello que que anhelamos, que deseamos, suele movilizar nuestras energías. A poco que pensemos nos daremos cuenta que invertimos lo mejor de nosotros mismos –y de nuestros recursos- en hacer realidad aquello que esperamos.
Y seguramente descubriremos -¡Ojalá!- que nuestra esperanza es una esperanza cristiana que, por cierto, tiene poco que ver con la pasividad: porque nos empeñamos, nos comprometemos y nos merece la pena gastar la vida en dar testimonio de que una salvación así merece la pena, porque es verdadera, porque hace hermanos, porque libera. Porque viene de Dios.

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