Por Oscar Mateos. África ha sido históricamente el continente maltratado. Desde hace muchos siglos y a través de diferentes etapas y prácticas (esclavitud, colonialismo, Guerra Fría, globalización neoliberal) las sociedades africanas han conocido de forma sistemática la explotación y utilización de sus recursos y personas. Tal y como reconocen la mayoría de historiadores y analistas del tema, esta dinámica ha sido fruto de la constante expansión capitalista, de los intereses occidentales hacia el continente, y de la connivencia mostrada por las élites africanas.
En la era de la globalización, África sufre lo que algunas voces han denominado como la “maldición de los recursos”. Ciertamente, África es una tierra rica en todo tipo de recursos naturales y minerales: el continente posee el 99% de las reservas mundiales de cromo, el 85% de las de platino, el 70% de las de tantalita, el 68% de cobalto o el 54% de las de oro. También tiene reservas significativas de petróleo y de gas, siendo Nigeria o Libia dos de los principales productores mundiales, o notables depósitos de madera, diamantes o bauxita. Sin embargo, el gran drama africano, la maldición en toda regla, es que estos recursos y la presencia de empresas transnacionales, no son una fuente de bienestar y desarrollo para los pueblos africanos, sino que, al contrario, generan nuevas dinámicas de explotación , tienen un extraordinario impacto ambiental o perpetúan y alimentan un gran número de conflictos armados.
Existen algunos ejemplos de esto. En la República Democrática del Congo, país donde desde finales de los noventa tiene lugar la que ha sido bautizada como la “Primera Guerra Mundial Africana” y donde se estima que más de cuatro millones de personas podrían haber muerto como consecuencia directa o indirecta del conflicto armado, el papel de las empresas transnacionales ha sido aberrante. Las Naciones Unidas publicaron un informe en el año 2002 en el que denunciaban la implicación directa de multitud de empresas extranjeras en el conflicto y en la explotación de numerosos minerales, especialmente del coltan, fundamental para la fabricación de teléfonos móviles u otras tecnologías. A pesar de que dicho informe revelaba nombres y apellidos de muchas de estas empresas y de algunos de sus principales responsables, la impunidad ha sido hasta hoy la única respuesta.
Otro caso es el de Pfizer en Nigeria. La multinacional farmacéutica fue acusada de contribuir a la muerte de once niños y de provocar heridas a cerca de otros 200 como consecuencia de las pruebas para constatar la eficacia del medicamento Trovan. De hecho, el caso inspiró a John Le Carré a escribir “El jardinero fiel”, que luego sería llevada al cine. Las autoridades del estado nigeriano de Kano llevaron a los tribunales en 2007 a la compañía, y aunque en un principio Pfizer alegó que las muertes fueron debidas a una epidemia de meningitis y no al medicamento, recientemente aceptó pagar una indemnización de 55 millones de euros para evitar el juicio.
En el Delta del Níger (también en Nigeria), la petrolera anglo-holandesa Shell aceptó pagar una indemnización de once millones de euros a los familiares de los nueve activistas de la etnia Ogoni liderados por el poeta Ken Saro Wiwa. Estos fueron ejecutados en 1995 por el dictador Sani Abacha por denunciar la contaminación que la compañía estaba causando en su región. Shell evitaba así sentarse ante un tribunal y justificar las denuncias que aseguraban que había provisto con armas a los soldados encargados de reprimir las protestas contra la acción de la compañía.
Los ejemplos son numerosos: el papel de la compañía diamantífera De Beers en la guerra de Sierra Leona, la presencia de Nestlé con la explotación del cacao en Costa de Marfil, las complicidades de las petroleras en los conflictos en Sudán o Angola, la rapiña de la industria de la madera en Liberia (se calcula que se han destruido hasta el momento el 70% de los bosques tropicales de África para la extracción de madera destinada fundamentalmente a Europa y Estados Unidos), y un largo etcétera. Últimamente, muchos denuncian como la expansión ya no sólo occidental sino de China en África (que busca nuevos territorios y espacios donde poder crecer) está suponiendo la compra indiscriminada de tierras para la explotación agrícola o industrial, utilizando la mano de obra barata de los africanos y sin ningún tipo de control sobre los extraordinarios impactos al medio ambiente.
El panorama es dramático y la ausencia de los derechos humanos es flagrante. En los últimos años, numeras organizaciones y movimientos sociales, internacionales y africanos, han logrado articular algunas iniciativas que pongan freno a esta dinámica. El “Proceso de Kimberley”, que trataba de regular la procedencia de diamantes de zonas de conflicto, o la emergencia de algunos códigos de conducta para las empresas, no obstante, son más una anécdota que un avance sustancial en materia de derechos humanos. En los últimos meses, las Naciones Unidas han sugerido la posibilidad de crear un Tribunal Internacional que juzgue los crímenes de las empresas transnacionales que “se resisten a asumir responsabilidades por los impactos de sus actividades y la vulneración de los derechos humanos y colectivos”. Una propuesta que podría suponer un primer paso hacia el fin de la impunidad de estas compañías y la injusticia social en el continente africano.
En la era de la globalización, África sufre lo que algunas voces han denominado como la “maldición de los recursos”. Ciertamente, África es una tierra rica en todo tipo de recursos naturales y minerales: el continente posee el 99% de las reservas mundiales de cromo, el 85% de las de platino, el 70% de las de tantalita, el 68% de cobalto o el 54% de las de oro. También tiene reservas significativas de petróleo y de gas, siendo Nigeria o Libia dos de los principales productores mundiales, o notables depósitos de madera, diamantes o bauxita. Sin embargo, el gran drama africano, la maldición en toda regla, es que estos recursos y la presencia de empresas transnacionales, no son una fuente de bienestar y desarrollo para los pueblos africanos, sino que, al contrario, generan nuevas dinámicas de explotación , tienen un extraordinario impacto ambiental o perpetúan y alimentan un gran número de conflictos armados.
Existen algunos ejemplos de esto. En la República Democrática del Congo, país donde desde finales de los noventa tiene lugar la que ha sido bautizada como la “Primera Guerra Mundial Africana” y donde se estima que más de cuatro millones de personas podrían haber muerto como consecuencia directa o indirecta del conflicto armado, el papel de las empresas transnacionales ha sido aberrante. Las Naciones Unidas publicaron un informe en el año 2002 en el que denunciaban la implicación directa de multitud de empresas extranjeras en el conflicto y en la explotación de numerosos minerales, especialmente del coltan, fundamental para la fabricación de teléfonos móviles u otras tecnologías. A pesar de que dicho informe revelaba nombres y apellidos de muchas de estas empresas y de algunos de sus principales responsables, la impunidad ha sido hasta hoy la única respuesta.
Otro caso es el de Pfizer en Nigeria. La multinacional farmacéutica fue acusada de contribuir a la muerte de once niños y de provocar heridas a cerca de otros 200 como consecuencia de las pruebas para constatar la eficacia del medicamento Trovan. De hecho, el caso inspiró a John Le Carré a escribir “El jardinero fiel”, que luego sería llevada al cine. Las autoridades del estado nigeriano de Kano llevaron a los tribunales en 2007 a la compañía, y aunque en un principio Pfizer alegó que las muertes fueron debidas a una epidemia de meningitis y no al medicamento, recientemente aceptó pagar una indemnización de 55 millones de euros para evitar el juicio.
En el Delta del Níger (también en Nigeria), la petrolera anglo-holandesa Shell aceptó pagar una indemnización de once millones de euros a los familiares de los nueve activistas de la etnia Ogoni liderados por el poeta Ken Saro Wiwa. Estos fueron ejecutados en 1995 por el dictador Sani Abacha por denunciar la contaminación que la compañía estaba causando en su región. Shell evitaba así sentarse ante un tribunal y justificar las denuncias que aseguraban que había provisto con armas a los soldados encargados de reprimir las protestas contra la acción de la compañía.
Los ejemplos son numerosos: el papel de la compañía diamantífera De Beers en la guerra de Sierra Leona, la presencia de Nestlé con la explotación del cacao en Costa de Marfil, las complicidades de las petroleras en los conflictos en Sudán o Angola, la rapiña de la industria de la madera en Liberia (se calcula que se han destruido hasta el momento el 70% de los bosques tropicales de África para la extracción de madera destinada fundamentalmente a Europa y Estados Unidos), y un largo etcétera. Últimamente, muchos denuncian como la expansión ya no sólo occidental sino de China en África (que busca nuevos territorios y espacios donde poder crecer) está suponiendo la compra indiscriminada de tierras para la explotación agrícola o industrial, utilizando la mano de obra barata de los africanos y sin ningún tipo de control sobre los extraordinarios impactos al medio ambiente.
El panorama es dramático y la ausencia de los derechos humanos es flagrante. En los últimos años, numeras organizaciones y movimientos sociales, internacionales y africanos, han logrado articular algunas iniciativas que pongan freno a esta dinámica. El “Proceso de Kimberley”, que trataba de regular la procedencia de diamantes de zonas de conflicto, o la emergencia de algunos códigos de conducta para las empresas, no obstante, son más una anécdota que un avance sustancial en materia de derechos humanos. En los últimos meses, las Naciones Unidas han sugerido la posibilidad de crear un Tribunal Internacional que juzgue los crímenes de las empresas transnacionales que “se resisten a asumir responsabilidades por los impactos de sus actividades y la vulneración de los derechos humanos y colectivos”. Una propuesta que podría suponer un primer paso hacia el fin de la impunidad de estas compañías y la injusticia social en el continente africano.
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