domingo, 16 de junio de 2013

¿Ves a esta mujer?



“En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: - «Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora.»
Por Redacción AJ. "¿Ves a esta mujer?" Esa es la pregunta que parece agrandarse en el texto. Jesús resume su relato sobre aquellos dos deudores perdonados, volviendo la vista a aquella mujer sin nombre y haciendo que todos la miren. Ella es el centro. Ella, la excluida, la despreciada, la fuente del pecado. Ella, la perdonada. La que más ama, de todos los que están allí. Tal vez la que tenía el corazón más grande, el espíritu más limpio. La que se dejó mirar por Dios y supo verse a sí misma con los ojos de Dios que la miraban.

Siempre me ha dado la impresión de que, cuando se lee este texto, o se comenta, o se ora, nos quedamos en el contexto de la escena. La condición de las mujeres, la prostitución, la contaminación que suponía para los judíos que una mujer así entrara en una casa, tocase a un hombre, tuviese el pelo suelto… Y por supuesto, la estrechez de miras de Simón el fariseo, su mezquino corazón que no puede ver a las personas más allá de la condición de las mismas, más allá de su aspecto, de su sexo, de sus actos…

Yo me estoy fijando en la mujer. Me doy cuenta de que Jesús me lo pregunta. ¿La veo? ¿Veo su dolor, su necesidad de perdón?

Creo que nunca me he sentido identificada con ella. Creo que he pasado por la escena mil veces sin verla, a pesar de que es el centro de todo. No la he visto por dentro. No la miro como lo hace Jesús que, por supuesto, sabe de su condición y de su sufrimiento, pero que, ahora, solo atiende a su deseo silencioso de perdón.

Me doy cuenta también de que Jesús tiene razón al anteponer a las prostitutas y los pecadores en el Reino. Nosotros, los cristianos, seguidores de Jesús, sus discípulos, no solemos demandarle misericordia, Y, sin embargo, como los deudores de la parábola, no tenemos con qué pagarle nada de todo lo que creemos nuestro por derecho.
Ahora quisiera contemplar ese cruce de miradas entre Jesús y la mujer perdonada; quisiera escuchar con el corazón el shalom de Jesús al despedirla, su íntima alegría: “tu fe te ha salvado”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario