Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo esta parábola:Había un hacendado que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se ausentó. Al llegar la vendimia, envió a sus criados a los labradores para recoger lso frutos. Pero los labradores agarraron a los criados, hirieron a uno, mataron a otro y al otro loapedrearon. De nuevo envió otros criados, en mayor número qu la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Finalmente les envió a su hujo, pensando: ‘A mi hijo lo respetarán’. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: ‘Este es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con la herencia’. Le echaron mano, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron. ¿Qué os parece? Cuando vuela el dueño de la viñan, ¿qué hará con esos ladrones?Le respondieron:-Acabará de mala manera con esos malvados, y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo.Jesús les dijo: ¿No habéis oído nunca en la Escrituras: ‘La piedra que desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular; esto es obra del Señor y es realmente admirable’? Por eso os digo que se os quitará el reino de Dios y se entregará a un pueblo que dé a su tiempo los frutos que al reino corresponden. (Mt 21, 33-43)
Por redacción AJ. Mateo regoce en su evangelio tres parábolas relacionadas con la viña: la de los jornaleros sin entrañas (20, 1-16), la de los hijos enviados a trabajar a la viña (21, 28-32) y, por último la de los labradores homicidas que se nos ofrece en este domingo del inicio de octubre. Y es que Jesús buscaba recursos para hacerse entender. En un entorno meditarraneo como Israel, un país de viñas, hablar de los trabajos, cuidados, tiempos, los frutos… de éstas eran una buena referencia también para los sabios y entendidos. Ya el profeta Isaias, siglos antes, había acudido a la alegoría de la viña para describir el amor apasionado de Dios por su pueblo.
Nuestra parábola, aunque nos parezca inverosimil en el aspecto humano, tiene un profundo significado simbólico que no pasaba inadvertido para los contemporáneos de Jesús; y seguro que tampoco para nosotros, con alguna pista. Se descubre en ella una magnífica síntesis de la historia de Israel, el pueblo elegido y amado por Dios que desde siempre se dabate entre fidelidad-infidelidad, aceptación–rechazo, pecado–conversión; los labradores encarnan a los jefes del pueblo, los criados que el dueño envía son los profetas, la figura del dueño representa a Dios y su hijo es Jesucristo. Después de narrar la historia del Antiguo Testamento (vv. 33-36), Jesús narra su propia historia y la del reino (vv. 37-39.42). Una historia tejida de rechazos, negaciones y delitos.
Cuando Jesús compone esta parábola se inspira en el cántico de la viña de Isaias (5,1-7), pero la modifica radicalmente. Si para el profeta tras el desencanto manifiesto sólo cabe una determinación: "la dejaré arrasada", en el evangelio Dios no destruye la viña, es su plantación. Hay crisis y fracaso en la relación de Dios con su pueblo, pero de ese fracaso de Israel brota un nuevo proyecto: Dios confía su viña a un nuevo pueblo que la haga fructificar.
Nosotros, la Iglesia, somos ese nuevo pueblo, no meros continuadores de Israel. Hemos surgido de la sangre de aquel hijo que fue sacado de la viña y asesinado. Por eso “la piedra que desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular”. Y tenemos un sello de identidad: hacer realidad el sueño de Dios, hacer fructificar la obra que Él inició, que cuida, protege y mima.
Somos el sueño de Dios, somos la viña que ha merecido todos sus favores. Dios, enamorado de su viña, está dispuesto a todo para que nada la vuelva infecunda. Él está siempre de nuestra parte. Nos alimenta para que demos vida y nos convirtamos en vida. Incluso cuando dudemos de él, cuando vayamos a neustro aire, siempre, siempre, siempre estará dispuesto a volver a empezar.
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