Como
otros cientos y cientos de jóvenes procedentes de los lugares más insospechados
del mundo, este verano tuve la oportunidad de asistir a las Jornadas Mundiales
de la Juventud que, como sabréis, se celebraron en Madrid en la semana del 16
al 22 del pasado agosto. Y no solo eso, sino que también pude participar como
voluntaria de la Institución Teresiana, acogiendo y acompañando a los
peregrinos que se alojaban en el Instituto Véritas. Así que os podréis imaginar
que las experiencias que allí vivimos han sido tan variadas y enriquecedoras
que es muy difícil resumirlas en unos pocos párrafos.
Todos
los que hemos participado de un modo u otro en las JMJ hemos sido testigos de
primera mano de las grandes diferencias entre culturas, costumbres, credos y
lenguas. Bastaba simplemente con levantar la vista y dejarse deslumbrar por el
colorido de las camisetas y banderas traídas de muy distintos países. Diferencias
que, de vez en cuando, también jugaban alguna mala pasada a nivel organizativo,
cuando más de un voluntario tuvo que chapurrear algún lenguaje inventado para
hacerse entender. Diferencias que se
escuchaban en las canciones en el transporte público: se podían oír en el Metro
de Madrid cientos de idiomas, tal y como hablaban los discípulos en Pentecostés. Al final,
aunque no se pudiera entender una sola palabra, todos acabábamos dando palmas o
acompañando de algún modo, porque la música al fin y al cabo es un lenguaje
universal.
Lo bonito
de todo esto es que durante la JMJ las diferencias no tuvieron ningún sentido.
Porque la fe no es algo que se pueda vivir en solitario, como comprendimos esos
días, sino que se enriquece con lo que aportan unos y otros. Más allá de todas
esas diferencias había un sentimiento de unión del que todos fuimos testigos, y
del que hicimos testigos a los que nos rodeaban. El sentimiento de unión nos
llenaba, por ejemplo, cuando escuchábamos una saeta en el Vía Crucis del día
19. Durante la oración en el Colegio
Mayor Poveda cada mañana, cuando rezábamos el Padrenuestro en una amalgama de
lenguas. O en el aeródromo de Cuatro Vientos en la Vigilia del sábado 20,
cuando nos encontramos todos orando al unísono al mismo Dios. O cuando, cogidos de las manos y con los ojos
cerrados, los 400 jóvenes de los distintos movimientos juveniles IT de todo el
mundo conseguimos bailar todos a una en el Auditorio de las Culturas en Los
Negrales el día 17.
Y es
que, si tuviera que elegir, sin duda alguna me quedaría con todo lo vivido en
Los Negrales. Allí tuvimos la oportunidad de conocer y compartir con gente de
todos los lugares en los que la Institución se encuentra. Tuvimos presentes a
cada uno de los países, a la gente que no pudo venir y a los que colaboraron para que otros pudieran
viajar hasta Madrid. Nos dimos a conocer, nos relacionamos, intercambiamos
regalos, rezamos, cantamos y bailamos. El ambiente aquella tarde fue
inigualable, y la experiencia, inolvidable. Y nos sentimos más unidos que nunca
los unos a los otros. Como jóvenes, como Movimiento, como Institución, como
Iglesia.
Ese día
en Los Negrales, en la Cripta, Pedro Poveda nos dedicaba unas palabras: «Tengo
algo que decirte…». Y fue en uno de esos pequeños momentos cuando me di cuenta
de la riqueza que supone formar parte, todos y cada uno de nosotros, tan
distintos, de la misma Iglesia. Porque
una vez más, todos salimos de allí habiendo recibido más de lo que habíamos
dado; con ganas de decir al mundo «creo, por eso hablo»; con la ilusión de
llevar nuestra fe por todos los rincones… Ya sabéis, la unión hace la fuerza.
Y, como tantas veces resonó esos dias: somos
jóvenes, todo lo podemos.
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