lunes, 11 de junio de 2012

Tan cerca, tan lejos

Por Ximo Bosch. Anda rarita Ana estos días. Nadie sabe muy bien que le pasa, pero el comentario en la sala de profes es ese. “¿Qué le pasa a Ana?” “Será el cambio”. “No está bien esta chica”. Son mensajes que le llegan a su profesora de quinto de Primaria, sobre todo de los profesores especialistas de inglés y de música, pero también de otros maestros que la conocen bien de años anteriores. Ana está preocupada, y ella misma no sabe bien qué le ocurre. Hace dos semanas su madre entró llorando en casa. Se abrazó a su padre con la puerta del cuarto entreabierta y poco después, padre y madre, la sentaron en el sofá del salón y le contaron que a mamá la habían despedido. Un señor muy malo, entró en el despacho y le dijo que después del fin de semana no hacía falta que volviera. Papá y mamá dijeron que no debía preocuparse, pero que tenían que ahorrar y eso significaba tener menos caprichos y contar más el dinero para comprar cosas.

Ana se asustó y pregunto si no podrían comprar comida. Papá y mamá sonrieron, y eso la alivió mucho. Sí se puede comprar comida, pero hay muchas facturas que pagar; la luz, el agua, el gas, el coche, la casa, la guardería de la pequeña y otras muchas cosas. No va a faltar de nada, pero no podremos comprar la misma ropa ni podremos ir de vacaciones a los mismos sitios y cosas así.

Eso le cuenta Ana a su profesor, que la escucha muy atentamente. Intenta tranquilizarla y le dice que estará a su lado por si necesita algo. No sabe Ana qué puede necesitar, así que las palabras de su profesor le suenan muy raras.
Poco después, en clase de religión, una señora que Ana no conoce, entra en clase. Le suena su cara de verla en la escuela pero no sabe quién es. Es una señora muy bien vestida, muy bien peinada y que habla bajito y despacio. Dice que están haciendo una campaña en todo el colegio para los coles del tercer mundo. Dice que este curso la campaña habla de la educación temprana. Dice que hay niños muy lejos muy lejos que solo pueden ir a la guardería si pagan y que eso es injusto. Y Ana no entiende nada.

Para comprensión, la que necesitó Jorge durante toda la tarde. Estuvo en casa de su novia, Jocelyn, aguantando en su hombro las lágrimas de su chica. A lo mejor no es exactamente su chica, ni su novia, pero es alguien importante en su vida. A Jocelyn le dicen que es oficial ya. Tiene diez días para despedirse y se va para Colombia. Sus padres perdieron el trabajo que vinieron a buscar a España hace diez años y cuando agotaron todas sus reservas, pidieron el retorno voluntario. Les pagan el billete con la condición de que no vuelvan. No volver. No hace más que repetirlo una y otra vez Jocelyn. No volver. Jorge aguanta no queriendo pensar demasiado. Todavía no sabe lo que va a echar de menos a la chica de pelo oscuro y ojitos negros que pintó su nombre “Jocelyn” en la mochila de Jorge, “con tinta que no se borra, para que no te olvides”. Jorge no sabe ni lo que siente ni lo que va a sentir, pero tiene que escoger bachiller y no sabe qué rama. Habla con su tutora en una sala con revistas en una mesita. La tutora le explica las asignaturas de modalidad, las optativas, la selectividad... Pero hace tiempo que Jorge no escucha. En la portada de una de esas revistas hay una foto de una niña que le recuerda a Jocelyn, pero está sonriendo y va peor vestida. Está al lado de otras niñas como ella, en una escuela muy precaria. A Jorge se le erizan los pelos. Es entonces cuando deja de escuchar a su tutora.

Escuchar fue lo que no hizo Ester. Si se hubiera callado y hubiera escuchando en silencio a su profesor de historia, no estaría ahora fuera de clase. La han echado para “reflexionar acerca de lo que ha dicho”. Ponipaios. Es la palabra que ha usado Ester para referirse a los emigrantes peruanos y que le ha valido el cabreo del profesor y su expulsión de clase. Ni siquiera estaban dando clase. Era una campaña de carteles sobre los derechos humanos. Mientras el profesor hablaba del derecho a la sanidad universal, Ester no pudo contenerse “eso, que los ponipaios nos quiten los médicos, no te jode”. Y ya está. Fuera de clase. A reflexionar. No sabe el profesor de historia de las tres horas que pasó Ester con su padre en el ambulatorio para que una doctora hiperocupada les despachara en dos minutos con cuatro recetas, sin dar ni los buenos días. No sabe el profesor de historia, que las recetas no son gratuitas, y que la sentencia de invalidez permanente de papá no llega nunca. No sabe el profesor que en la empresa de limpieza donde trabaja mamá ya no se hacen horas extras, y se trabaja más horas por menos dinero. “Y todo por los ponipaios, y los panchos y los negros”. Esa es la reflexión de Ester. No tiene razón Ester, y lo sabe. Pero no le importa. Ester tiene miedo y también rabia. Una mezcla de sentimientos que conduce fácilmente al fascismo y a la xenofobia. Eso es algo que debía saber el profesor de historia de Ester.

Los casos que acabo de exponer no son ficticios. Tampoco son reales. Son situaciones desviadas lo justo de la realidad para no identificar a sus protagonistas, que son nuestros alumnos.

La crisis que estamos pasando está golpeando en nuestras clases de un modo cruel. No está pasando cerca de nuestros alumnos, los está aplastando. Entretanto, en la escuela no parece que estemos sabiendo integrar lo vivido fuera de los muros, con lo que sucede dentro de las aulas.

Seguimos utilizando palabras como justicia y paz ligadas a realidades muy lejanas, con una conexión afectiva muy limitada para nuestros alumnos, utilizando para ello gran cantidad de recursos humanos, materiales y monetarios. Nos quejamos entonces de que nuestros alumnos no nos responden.

No soy quien para marcar la línea que debe seguir la educación en valores de nuestros centros, pero me inquieta toda la vida de mis alumnos que soy capaz de ignorar, desperdiciando así un elemento de reflexión valiosísimo. Su propia vida.